viernes, 15 de abril de 2016

UN CISNE (y 2)




                          Hace algunos años, se presentó en el IES Antonio Machado de Soria un profesor jubilado de la Universidad de Alcalá de Henares. Pidió hablar con el entonces director del centro, Ángel Sebastián, y le entregó la fotografía que publicamos en NIEVE REGALADA . Era un recuerdo familiar celosamente guardado porque en ella aparecía su abuelo, Agustín Santodomingo López  -el primero de pie a la izquierda, fumando, con bigote y mirando a cámara-,  en compañía de Antonio Machado, con quien compartió tareas docentes en el Instituto General y Técnico de Soria  allá por 1908. De ser cierto este testimonio -y no hay razón alguna para dudar de él-  esta curiosa fotografía dataría de los primeros años de estancia de Antonio Machado en Soria (1907, 1908 o 1909) y recogería a los profesores del claustro en ocasión que nos sigue resultando desconocida. Aparte de los ya mencionados, no estoy en condiciones de identificar a nadie más; si acaso podríamos aventurar que el director del Instituto, Gregorio Martínez y Martínez sería el de aspecto más formal, sentado y con el pelo blanco. A título de información y por si alguien puede aportar más datos señalaremos que en el curso 1908-1909, "el personal facultativo de este instituto", además de por los ya mencionados, estaba integrado también por los catedráticos Ildefonso Maés y Sevillano, Francisco Santamaría Esquerdo y José Lafuente y Vidal. La lista completa de profesores puede consultarse  en  la página 51 de  La Soria que conoció Machado, catálogo de la exposición que con motivo del centenario de la llegada de Machado a Soria tuvo lugar en la Biblioteca Pública de Soria entre Agosto y Diciembre de 2007.


              La iconografía de Antonio Machado  -de la que hay una muestra bastante completa en http://www.abelmartin.com/album/album.html - abunda en imágenes  en las que la seriedad, la pose de ceremonia o -en sus últimos retratos- la dentellada implacable del tiempo, la enfermedad y la derrota, contribuyen a afianzar en el espectador la semblanza de un hombre melancólico, casi desprovisto de sonrisa. En las fotos de boda, por ejemplo, parecen  pesar más la responsabilidad y los engorros protocolarios que la promesa de felicidad y placer de un enlace profundamente deseado. Diríase que ese mismo hieratismo -subrayado por un traje  más próximo al túmulo que al tálamo- se hubiera contagiado también a Leonor, quien únicamente en la foto individual, liberada de la presencia inhibidora del novio, sonríe con pícara dulzura de primera adolescencia. Solo en algunas instantáneas relacionadas con los éxitos teatrales compartidos con su hermano, los labios del poeta  se curvan en busca de algo parecido a una socarrona celebración, como en la foto compartida con  el dictador Primo de Rivera y su hijo, donde, con premonitoria  ironía, quizá iluminado por los licores de la fiesta, quien no tardando mucho izará la bandera republicana en el ayuntamiento de Segovia, celebra las cien representaciones de La Lola se va a los puertos codeándose con el espadón que inútilmente trataba de sujetar la monarquía en España.



                   




              Resulta difícil reconocer a aquel joven enragé de la época soriana, con su atuendo de existencialista avant la lettre y  su bastón decorativo,  en este viejo sentado, con un gesto repetido por muchos ancianos del mundo, que  traza dibujos o escribe herméticos versos (obsérvese la colocación de los dedos, aquella que aprendió al manejar la pluma en la tarde parda y fría de la escuela infantil) con la contera de su cayada de cansado peregrino -ahora sí, inevitablemente necesaria- sobre el suelo de Can Santamaria, al norte de Gerona, poco antes de comenzar su exilio. Aunque quizá había ya algo en la inclinación de la cabeza juvenil, en aquel hundimiento de la mirada, que estaba en germen y que ahora ha alcanzado su trágico cumplimiento.


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