viernes, 1 de abril de 2016

EL ÚLTIMO TRINO



                Tenía muchos seguidores, más de un millón. Jugaba con la ventaja que le daba toda una vida dedicada a condensar en muy pocas palabras historias que a otros autores les exigían muchas páginas. Era un maestro reconocido de  todas las formas cortas del relato desde mucho antes de que se pusieran de moda, desde mucho antes de que internet hubiera consagrado la concisión y el fragmento como la expresión más adecuada del espíritu moderno. Así que cuando nació esa red social especializada en escuetos mensajes estaba mejor preparado que nadie para utilizarla con sabiduría y avidez.  Sus breves comunicados en Twitter se habían ido haciendo legendarios. Se propagaban a una velocidad cada vez más próxima a la de la luz. Ingenioso, mordaz, provocador, desaprensivo… así lo veneraban sus lectores. Genial, así se consideraba él en sus momentos de euforia. La actualidad, las noticias más destacadas adquirían en sus comentarios toda la furia de un relámpago, la gracia de un chiste, el sarcasmo del descreído.

                Todo eso era ya pasado. Por una vez, la última historia, la mejor de sus historias, no la iba a contar él. Se sabía en las últimas. Llevaba mucho tiempo conviviendo con la enfermedad devastadora; conocía sus emboscadas, sus añagazas, sus falsos guiños. Era el final y tenía que irse a lo grande. Tenía que resumir en 140 caracteres su testamento, poner un epitafio liviano sobre su tumba en las nubes. Era un asceta de la brevedad; se había impuesto la obligación de utilizar exactamente el espacio que le daban. Ni más ni menos. Con maestría de poeta versificador sus mensajes encajaban milimétricamente en la medida estipulada. Como un verso antiguo.

                No quería ser patético, no quería ser irrelevante, no podía mostrarse desesperado ante el atroz abismo que le aguardaba. Ni humor negro ni vitriolo. Y, por encima de todo, era un escritor. Sus dedos sobrevolaban sobre el teclado virtual de su móvil y todo le pareció vertiginosamente irreal, como si toda su escritura, y hasta su vida, fueran ficción sobre la ficción. Dos locuras correlativas. El dolor en el abdomen regresó con toda su crudeza insoportable. Necesitaba urgentemente sedación. Iba a llamar a la enfermera, pero antes de que un pinchazo lo zambullera en una nube de química serenidad quería acabar su última obra. La sequedad, la terrible sequedad del escritor, que a él siempre lo había respetado, aparecía ahora. La cabeza también le dolía. Su último tuit, su último trino, el canto del cisne. Casi sin pensar, escribió:

                Adiós, amigos. Ya os contaré.

                Y un poco después, añadió:

                (Supongo que allí habrá cobertura)


                No le gustaba la discreta medianía de esas palabras. Si hubiera tenido tiempo las hubiera borrado, pero ya un paraíso opiáceo de pantallas blancas se abría sobre él y el dispositivo se le escurría de las manos mientras pensaba con inocua melancolía que era la primera vez que no llegaba a 140.

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