Tenía
muchos seguidores, más de un millón. Jugaba con la ventaja que le daba toda una
vida dedicada a condensar en muy pocas palabras historias que a otros autores
les exigían muchas páginas. Era un maestro reconocido de todas las formas cortas del relato desde
mucho antes de que se pusieran de moda, desde mucho antes de que internet
hubiera consagrado la concisión y el fragmento como la expresión más adecuada
del espíritu moderno. Así que cuando nació esa red social especializada en
escuetos mensajes estaba mejor preparado que nadie para utilizarla con
sabiduría y avidez. Sus breves
comunicados en Twitter se habían ido haciendo legendarios. Se propagaban a una
velocidad cada vez más próxima a la de la luz. Ingenioso, mordaz, provocador,
desaprensivo… así lo veneraban sus lectores. Genial, así se consideraba él en
sus momentos de euforia. La actualidad, las noticias más destacadas adquirían
en sus comentarios toda la furia de un relámpago, la gracia de un chiste, el
sarcasmo del descreído.
Todo
eso era ya pasado. Por una vez, la última historia, la mejor de sus historias,
no la iba a contar él. Se sabía en las últimas. Llevaba mucho tiempo
conviviendo con la enfermedad devastadora; conocía sus emboscadas, sus
añagazas, sus falsos guiños. Era el final y tenía que irse a lo grande. Tenía
que resumir en 140 caracteres su testamento, poner un epitafio liviano sobre su
tumba en las nubes. Era un asceta de la brevedad; se había impuesto la
obligación de utilizar exactamente el espacio que le daban. Ni más ni menos.
Con maestría de poeta versificador sus mensajes encajaban milimétricamente en
la medida estipulada. Como un verso antiguo.
No
quería ser patético, no quería ser irrelevante, no podía mostrarse desesperado
ante el atroz abismo que le aguardaba. Ni humor negro ni vitriolo. Y, por
encima de todo, era un escritor. Sus dedos sobrevolaban sobre el teclado virtual
de su móvil y todo le pareció vertiginosamente irreal, como si toda su
escritura, y hasta su vida, fueran ficción sobre la ficción. Dos locuras
correlativas. El dolor en el abdomen regresó con toda su crudeza insoportable.
Necesitaba urgentemente sedación. Iba a llamar a la enfermera, pero antes de
que un pinchazo lo zambullera en una nube de química serenidad quería acabar su
última obra. La sequedad, la terrible sequedad del escritor, que a él siempre
lo había respetado, aparecía ahora. La cabeza también le dolía. Su último tuit,
su último trino, el canto del cisne. Casi sin pensar, escribió:
Adiós, amigos. Ya os contaré.
Y
un poco después, añadió:
(Supongo que allí habrá cobertura)
No
le gustaba la discreta medianía de esas palabras. Si hubiera tenido tiempo las
hubiera borrado, pero ya un paraíso opiáceo de pantallas blancas se abría sobre
él y el dispositivo se le escurría de las manos mientras pensaba con inocua
melancolía que era la primera vez que no llegaba a 140.
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