domingo, 10 de abril de 2016

UN CISNE ( 1 )










                  Hay diez personas en la foto. Todos varones. Visten formalmente, como debieron de vestir los hombres de clase media intelectual a principios del XX, muy conscientes de que el atuendo era atributo esencial de su rango y su respetabilidad. Sombreros de hongo, bastones que denuncian la coquetería inversa de parecer más viejos, chalecos, solapas de terciopelo. Podrían ser los miembros del claustro de profesores de un pequeño instituto de una pequeña capital de provincia. O amigos de casino, reclutados entre los profesionales liberales: el médico, el farmacéutico, algún abogado, empleados de la administración pública de nivel intermedio, un rentista ocioso, algún bromista sin oficio pero con algún beneficio hereditario. Debemos de estar en invierno, o al menos en un día frío. Quizá también podríamos intuir que en un lugar frío, lejos del calor limitado de una estufa, en una ciudad fría, como parece indicar el hecho de que la mayoría de ellos conserven el abrigo.

                La escena está a medio camino entre la improvisación y la pose. No todos los protagonistas parecen mostrar la misma conformidad con el momento. Algunos parecen plenamente inmersos en su papel y disfrutan de él. Otros contemplan el cuadro con cierta prevención y lejanía o se muestran más interesados en la cámara que en la vivencia. Tres de ellos miran hacia nosotros desde las honduras de un tiempo agotado aunque con sesgos diversos que dejan traslucir diferentes actitudes. El hilo de las miradas teje una trama que se nos escapa. ¿No pudo o no quiso el fotógrafo hacer que todos dirigieran sus ojos hacia el objetivo? ¿Se trata de una fotografía robada, de la que algunos de los fotografiados no se percató? No parece, sin embargo, que estemos ante la obra de un minutero, sino de un fotógrafo de estudio ¿Formaban un grupo ingobernable, a pesar de su atildamiento burgués, o alguna circunstancia externa los había privado de sus modales y su comedimiento? Sería fácil achacarlo a esa botella medio vacía que el barbudo de la derecha muestra en ademán de ofrecimiento y que recibe la reprobatoria réplica  de quien se cree el más digno de todos ellos, el varón de pelo canoso, quizá imbuido de cierta autoridad sobre el grupo, el único sentado de forma decorosa. Podría ser la última botella de la farra, la que solo apuran los más entregados. Cinco de ellos llevan barba, más o menos poblada, más o menos completa. Otros cuatro lucen bigote o bigotillo. Solo uno muestra su rostro completamente rasurado o lampiño, si bien la bufanda o chalina alrededor del cuello casi forma una sotabarba. Solo uno sigue tocado con su sombrero, un bombín calado a medias, como si no se hubiera percatado de que está a cubierto. Cuatro de ellos sostienen un cigarrillo entre sus dedos en diferentes fases de consunción. La forma de sujetarlo es diferente en cada uno de ellos, hasta formar un mínimo pero expresivo catálogo gestual que alguno podría estar tentado de interpretar. En un ejercicio de anticipación podríamos extrañarnos de que quien tantas veces en un futuro próximo quedaría retratado fumando aquí no lo haga. Pero eso es llevar la conjetura demasiado lejos y escarbar en el futuro, algo feo y peligroso. Y ventajista. 

                     La disposición de los personajes no parece casual, habida cuenta de que la composición es equilibrada, los bultos corporales parecen balanceados y ninguno de los rostros, emergiendo de la grisura de los ropajes, ha sido eclipsado por el de un compañero.  Pero no cabe descartar que el azar, o la buena fortuna del fotógrafo, hayan oficiado de maestro de ceremonias  ordenando a los personajes como el pintor que distribuye ciudadosamente a sus modelos en el lienzo.

                ¿Qué están haciendo estos hombres aquí? Se admiten sugerencias. ¿Qué está pensando cada uno de ellos? ¿Qué historia nos relatan? ¿Qué escena representan? ¿Viven o impostan? Sobre todo en la primera fila, parece indiscutible la voluntad de contar algo. Ahí tenemos esa gestualidad teatral de  la mano izquierda del personaje sentado en el suelo, en actitud oratoria o quizá solicitando la botella, mientras con la mano derecha sostiene el sombrero como un pedigüeño. A su lado, sobre un taburete, su compañero parece tomar nota de algo, como un reportero abstraído en su tarea. ¿Y ese folio en blanco que descansa sobre la oronda curva abdominal del señor que mira con más determinación, casi con descaro, a cámara? ¿Guarda algún mensaje que el resplandor de la luz de magnesio, el mismo que les lustra los zapatos, ha cegado en su destello negándonos así la clave, quizá el título de la viñeta, o algún comentario como de ninot de falla? ¿O realmente no había nada escrito en él?

                Si tuviéramos que centrar nuestra interés en alguno de los integrantes del grupo elegiríamos al situado de pie, al fondo, en el tercer lugar comenzando por la izquierda. Llama nuestra atención su mirada perdida, mirada de tímido, mirada introspectiva, mirada vergonzosa o avergonzada. Está pero no está. Estamos tentados de aplicarle aquellos versos de Rubén: "Misterioso y silencioso/ iba una y otra vez./ Su mirada era tan profunda/ que apenas se podía ver." El rostro de un poeta, podríamos aventurar. Observa y se observa. Lo de fuera está teñido del color de sus ojos soñadores. ¿Está mirando al cisne? ¿Se  horroriza por la profanación del zapato que lo pisotea?

                 Ah, sí, el cisne. Lo hemos dejado para el final aunque pudiera ser el protagonista. O el antagonista de este retrato de grupo en blanco y negro. Un ave blanca, poética, de femenina languidez en mitad de todos estos varones oscuros, de maciza presencia, que nunca levantarán el vuelo. Una criatura de fábula venida de no sabemos qué quimérico lugar. La singularidad. En todo caso, no ha de esforzarse en posar: su ademán tiene un rigor de artificio. Mucho nos extrañaría -y nos dolería- que fuera obra de taxidermista; nos inclinamos a pensar que es de escayola. Un ejemplar de utilería para una representación teatral ingenua y provinciana o quizá un adminículo de adorno en el gabinete de un fotógrafo. ¿El cisne de Leda? No lo creemos: esta casta escena burguesa, como no sea para la retorcida interpretación de algún espectador, parece muy alejada de la luminosa promiscuidad olímpica. ¿El cisne de Rubén, que el poeta melancólico conocía tan bien? ¿O el de Lohengrin, cabalgadura de la que sostiene las riendas, al tiempo que el pisa el lomo, nuestro rollizo prohombre del cartel ilegible? Trabajoso empeño para el cisne el de arrastrar por un río sin agua una barca inexistente y un héroe metido en carnes. 

               El enigma que toda fotografía revela, esa puerta directa sobre el abismo del tiempo que toda instantánea  nos abre, aún cuando fuera inventada para lo contrario, se vuelven aquí más opacos. Una suerte, porque conocer los pormenores de la anécdota iría sin duda en menoscabo de nuestra curiosidad maquinadora. 

               No obstante, paciente lector, si hasta aquí me has seguido, te invito a formular alguna conjetura sobre la identidad del joven de la mirada vencida, hipotético poeta, el único que no enseña el cuello blanco de su camisa, el que, a pesar de su episódica experiencia teatral, parece sentirse a disgusto sobre las tablas de este intrigante escenario, el único que, en medio de la farsa o francachela, pudo sentir fraternal compasión por un cisne de escayola.  


                                                                                                  (Continuará)




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