Este mes de junio se cumplirán cien años de la
muerte de Franz Kafka, uno de los autores esenciales del pasado siglo. Vivió
apenas cuarenta años y su obra no es muy extensa, pero su impacto en la
literatura posterior y en el imaginario colectivo es formidable. Sus fábulas,
de una sencillez y una hondura atroces, aciertan a desvelar —con el acento
propio de los antiguos profetas— los aspectos más inquietantes de nuestra época
y los males que la acechan. Empeñada en imitar su arte, la realidad cotidiana
que vivimos es cada vez más kafkiana, con su mezcla de absurdo, despersonalización y claustrofobia.
Unos de sus escritos más analizados —no se
trata de una novela, sino de un texto confesional y autobiográfico— se conoce
como la «Carta al padre» y está dirigida a su progenitor, Hermann Kafka, que no llegó a leerla, según cuenta su amigo y albacea Max Brod, el mismo que se negó a cumplir el deseo póstumo de Kafka de que toda su obra inédita fuera destruida. La carta comienza así:
«Querido padre: Hace tiempo me preguntaste por
qué te tengo tanto miedo. Como siempre, no supe qué responder, en parte por ese
miedo que me provocas, y en parte porque procede de muchos motivos, muchos más
de los que podría contarte cuando hablo.»
Cuando visité la tumba de Kafka en el sector
judío del Cementerio Nuevo de Praga, al comprobar que compartía la sepultura familiar con su padre, imaginé un breve diálogo entre ambos:
HERMANN.— Me dice tu madre que me escribiste
una carta muy larga que no me has entregado. Léemela ahora.
FRANZ.—Mejor lo dejamos. Vamos a tener que compartir habitáculo durante toda la eternidad.
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