Habían
sido muchos meses de trabajo denodado, de incertidumbre, de desánimos ocasionales
superados con la ayuda de su terapeuta. Pero todo había merecido la pena. Había
escrito, según el contador de su procesador de textos, más de 150.000 palabras y
acababa de poner la definitiva: FIN. Pulsó la tecla de imprimir y cuando la
impresora escupió el último folio cogió el mazo, lo sopesó, lo acunó y se puso
a leer lo escrito.
A
medida que avanzaba en la lectura iba creciendo en ella la sensación de que el
texto no le pertenecía, de que no había nada de ella en aquellas quinientas
páginas. Se sintió como una madre primeriza con un recién nacido en brazos que
tiene la sospecha de que, al devolvérselo desde la unidad de cuidados de
neonatos, le han dado el cambiazo.
«Quizá
he abusado de la IA», se dijo. Pero era una novelista milenial, una
creadora de la generación Y, y pronto se rehízo:
—Te
querré igual, aunque seas adoptado —concluyó mientras navegaba por la página de
premios literarios buscando el mejor dotado.
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