Todas las mañanas, al ir a comprar el pan, sus ojos chocaban contra este lema pintado sobre el muro: "¡No confíes en nadie!" No era la mejor manera de empezar el día, desde luego: una advertencia demoledora, propia de alguien que ha roto su contrato con la vida, con el mundo, con la sociedad, cuya base es la confianza mutua.
¿Quién podría estar tan desencantado como para predicar semejante consejo? No podía imaginar que el autor de la pintada fuera una persona mayor de treinta años y pensar que alguien tan joven pudiera estar tan cargado de pesimismo aumentaba su propia tendencia a la melancolía. Y así, había días en que se negaba a darle ningún valor a lo que estaba leyendo pero había otros en que le parecía que el anónimo consejero se había quedado corto y, mentalmente, de su propia cosecha, completaba la frase: "No confíes en nadie, ni en nada". Porque últimamente las cosas, infiltradas de una inteligencia tan artificial como potencialmente destructiva, tampoco son ya de fiar.
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