Como en un libro de instrucciones, sobre el tronco de los pinos el ocioso paseante va leyendo señales que, a guisa de inexperto semiólogo de los bosques, trata de descifrar. Por su sencillo simbolismo pronto se familiariza con la mayoría de ellas: «Vas por buen camino», «No sigas por ahí», «Tuerce a la derecha», «Pista para bicicletas»…
Pero hay una, enigmática en su simplicidad, consistente en un punto azul pintado sobre una herida del pino —un golpe de hacha o de azuela que ha arrancado la corteza y provoca un breve llanto de resina— que se le resiste.
Es una señal
desagradable, ejecutada con crueldad —eso se percibe a primera vista—, y al
alzar la mirada tronco arriba es fácil comprobar que todos los árboles que la
portan parecen débiles o enfermos. Y entonces el signo nos entrega todo su significado:
es una marca para el talador, una sentencia fatídica, el permiso para la
motosierra.
También a la Muerte le resulta difícil orientarse en el bosque si no se van dejando señales como miguitas,
si no se conoce el código.
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