Cuentan
que Kafka —el autor de esos sencillos e inquietantes relatos construidos con el
mismo material de las pesadillas— paseando un día por el parque Steglitz de Berlín
vio a una niña llorando desolada: había perdido su muñeca.
—No
llores. Se ha ido de viaje. Yo soy cartero de muñecas y mañana te traeré una
carta suya —la consoló.
Y así,
durante tres semanas, Franz Kafka —probablemente el escritor más desasosegante
del siglo XX, el individuo solitario que no se atrevía a casarse y que nos ha
legado algunas de las páginas más duras sobre la paternidad que nunca se han
escrito— inventó por la noche dulces y sencillas cartas que leía por la mañana
en el parque a una niña ilusionada y fascinada con los relatos del viaje de su
muñeca, que no se había olvidado de ella.
No sabemos
qué pasó con las cartas —quien las encontrara habría encontrado un tesoro—, ni
sabemos qué fue de aquella niña. Lo que sí sabemos —nos lo ha contado Dora
Diamant, su novia de entonces— es que Kafka se entregó a aquella tarea con la
misma seriedad y entrega obsesiva que dedicó a toda su obra.
Pero hay
algo que nunca se ha contado, quizá porque nunca ocurrió.
Al quinto
día, la muñeca de la niña había aparecido: alguien la había encontrado
revolviendo en un baúl en el desván. Pero la niña se empeñó en ir al parque a
escuchar la carta que le leía su nuevo amigo Franz, el cartero de muñecas.
—Pobrecito,
parece tan triste. Solo se le alegra la cara cuando lee las cartas de mi muñeca
—explicó ante la mirada atónita de su madre.
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