En el viejo cementerio abandonado de la ermita, poseído por un furor grafómano que no respetó ningún espacio libre, el anónimo y paciente artista grabó en la piedra su fúnebre lección de humilde filosofía, cobijada bajo el ingenuo símbolo de la calavera y condensada en tres tiempos verbales: No existía, he existido, ya no existo.
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