La escena
a la que asiste el ocioso curioso en el parque se diría planificada por un cineasta
aprendiz. En el primer plano (exterior, día) aparece un niño de unos diez años
sentado en un extremo del banco, abstraído. El mundo no existe para él, tan solo le
interesa la batalla que libra en la pantalla de siete pulgadas del móvil: cualquier
despiste le puede costar una vida.
Si abrimos
el plano descubrimos a su padre: está jugando con una peonza. Se demora enrollando
la cuerda alrededor del cuerpo de madera, sujetándola invertida en la mano y
soltándola con diestra sacudida; finalmente, la recoge con cuidado del suelo
para conseguir que termine su baile en la palma de la mano. Seguro que el
cosquilleo de la punta de hierro sobre su piel guarda ese tacto punzante,
agradablemente doloroso, de los recuerdos de infancia.
El ocioso
curioso no puede evitar un pensamiento melancólico acerca de su propia niñez y
de lo que él considera una degradación del juego: cuanto más sofisticado es el
juguete menos espacio queda para la verdadera acción —la que implica todo el
cuerpo— y para la imaginación. ¿Quién le enseñará a estos niños la poderosa belleza que reside en la sencillez? Menos mal, se consuela, que el padre no da la
guerra por perdida y, a pesar de que su hijo ni se molesta en mirarlo de reojo,
continúa con su labor, una y otra vez, con la esperanza de llegar a despertar
su curiosidad.
Abramos un
poco más el plano, hasta llegar casi al gran angular. Sobre el otro extremo del
banco hay otro móvil sujeto en un pequeño trípode: está captando la imagen del
padre y sus didácticas maniobras con la peonza. Pronto colgará en la Red su
tutorial de cómo hacer bailar una peonza.
El ocioso paseante abandona la escena con el ánimo turbio y amostazado, avergonzado de su ingenuidad, tan impropia de los años que carga a las espaldas.
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