Rodeado de paraguas, billeteras, llaveros, mochilas, platos decorativos y calaveras, el Coro Celestial diminuto de santos y vírgenes milagreras alojados en el escaparate atrapó la atención del fotógrafo curioso. Se detuvo unos momentos repasando las etiquetas con los nombres de los bienaventurados y especuló sobre su especialidad a la hora de realizar portentos.
No estaban todos, pero en ese cielo reducido y al alcance de la mano, como si se tratara de un negociado municipal de asistencia a los menesterosos, encontró a algunos benefactores que se le antojaron especialmente indicados para estos tiempos: san Expedito (causas justas y urgentes), san Cristóbal (viajes), santa Lucía (vista), san Roque (santo multitarea entre las que destaca la protección contra las epidemias), san Tadeo (causas difíciles), san Antonio (objetos perdidos, deseos por realizar).
De entre las numerosas vírgenes, tras un largo proceso de selección y una vez descartadas algunas que consideró demasiado evidentes (Covadonga, Nieves, Angustias...) hubo de quedarse con dos: la Virgen Desatanudos (no la conocía y le pareció una magnífica metáfora de lo que hoy necesitamos en tantos órdenes de la vida) y la Virgen del Cobre (era la más cara de todas las estatuillas: las materias primas están por las nubes).
Como no encontró en el archivo de sus recuerdos infantiles ninguna jaculatoria apropiada, tuvo que conformarse con musitar para sus adentros: ¡Tened piedad de nosotros!
Cuando disparó su cámara creyó oír -con entonación de música celestial- el reproche colectivo de los bienaventurados: ¡Estamos hartos de fotos y de turistas pedigüeños!
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