Si una época, un momento histórico, un estado
de ánimo colectivo, una manera de juzgar el mundo se definen por el adjetivo
preferido para ponderar algo, una de las palabras que nos definen es 'espectacular'.
En esta época de tanta imagen y tan poca imaginación, parecería que solo
supiéramos valorar con los ojos y tuviéramos una apetencia cada vez más acusada
por lo ostentoso o aparatoso. Lejos queda aquella alabanza exclamativa de Rubén
Darío que Valle Inclán caricaturizó en «Luces de bohemia»: «¡Admirable!». Pero
resulta que admirar es algo mucho más profundo que mirar, que ser espectador,
requiere esfuerzo e intervención de otras instancias de la mente poco empleadas
en la actualidad.
Calificamos
de espectacular un 'evento' de cualquier tipo, un libro, una canción, una
película, un vestido, un coche, una noticia, una persona... Todo lo convertimos en
espectáculo, en apariencia, en fotografía desechable, practicando una
sinestesia empobrecedora que relega el papel de otros sentidos y una mínima
capacidad de reflexión.
Solo en ocasiones, por esas travesuras del
idioma, acabamos acertando. En el restaurante nos sirven sobre un bajoplato un
plato muy bien emplatado, de exiguas cantidades y concertados colorines y
texturas. Nos apresuramos a tomar una foto y a compartirla con un comentario:
¡Espectacular! Quizá hayamos logrado provocar la envidia de nuestros lejanos
destinatarios pero nadie nos librará de la pesadumbre a la hora de pagar una
abultada factura por un poco de comida tan vistosa como falta de sustancia.
¡Que no pare el espectáculo!
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