La
incesante marejada de la mente le devolvió a las playas del recuerdo las frases
de una oración infantil. La recitaba la madre, en su puesto de copiloto, cada
vez que iniciaban un viaje: "Dame, Señor, mano firme y mirada vigilante
para que a mi paso no cause mal a nadie..." El primer milagro de la
jornada ya se había conseguido sin ayuda divina ni intercesión de san
Cristóbal. Todos los miembros de la familia numerosa habían conseguido acomodarse en el reducido
habitáculo del coche: la hermana pequeña alojada en brazos de la madre y el
resto de hermanos en el asiento de atrás, al tresbolillo, en un virtuoso ejercicio
de tetris viviente.
Había
un pasaje de la jaculatoria que al niño le hacía sonreír: "Que no me deje
llevar del vértigo de la velocidad..." Era inimaginable pensar que de la
prudencia de su padre y de la limitada potencia del motor del Seat 600 pudiera
derivarse semejante pecado.
Ahora,
en tiempos en que hasta el planeta parece girar en su órbita a una velocidad
frenética y en que los pocos que ponen el pie en el freno no consiguen
ralentizar la marcha enloquecida del mundo, la última petición de la oración a
san Cristóbal que rezaba su madre se le ha convertido en todo un programa de
vida: "... Que no me deje llevar del vértigo de la velocidad y que
admirando la hermosura de este mundo logre seguir y terminar mi camino con toda
felicidad."
Que
así sea.
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