Su madre, profesora de inglés, la había castigado sin motivo desde el primer día de su vida, poniéndole un nombre, Hada Titania, que la había marcado para siempre. Le daba una vergüenza horrible presentarse por primera vez ante cualquiera y tener que decir cómo se llamaba. Lo había reducido a Tania para evitarse preguntas, risitas, burlas de todo tipo. Pero eso no servía en los papeles oficiales, las listas de clase, el documento de identidad. Proyectaba cambiárselo en cuanto fuera mayor de edad.
Una noche de San Juan -tenía catorce años y eran las fiestas de su ciudad: desenfreno y vulgaridad a partes iguales- Hada Titania se enamoró de un muchacho tosco y dominante, un verdadero burro de grandes orejas. Fue correspondida más allá de lo deseable, como en una leyenda bufa.
Lectora superficial -pero fanática- de Shakespeare, divorciada hace años e hiperresponsable, la madre aún sigue preguntándose, horrorizada, qué es lo que ha hecho mal.