¿Qué
variedad de la desgracia puso sus ojos severos sobre esta casa? ¿O fue tan solo la desidia, esa hijastra del
tiempo?
El
jardín, abandonado a su instinto reprimido, se ha convertido en jungla. Los
árboles, plantados con amor, han roto las cadenas de la urbanidad y medran a su
antojo, compitiendo por la luz cada vez más escasa, atenazados por plantas
trepadoras y maleza. Parecen empeñados en vengarse de la mano civilizadora que
los ató a esta tierra. La higuera, el fresno, el ciprés, el avellano, el acebo,
la pasionaria, la palmera, el nogal, el níspero, la enredadera..., sus nombres
poco valen en este salvaje maremágnum. Donde una vez hubo orden y propósito ahora hay
promiscuidad, hibridación y esa íntima podredumbre que la sombra y la humedad
generan en el suelo del bosque. Algunas ramas parecen afectadas por un delirio
tropical y adoptan extrañas formas,
desafían las leyes del crecimiento, se diría que dibujan enigmáticos signos. La
carretilla ociosa no tardará en ver atacado su metal por la implacable voracidad
de lo orgánico.
¿Qué
decir de la casa? Está a punto de desaparecer asfixiada por la pujanza de esta
selva de 300 metros cuadrados. La puerta apenas la protege de una invasión
vegetal imparable que acabará por devorarla y los retoños de la hiedra oprimen
con sus dedos tenues e inflexibles el cristal de las ventanas.
Pero
en este paisaje de vorágine que dejan tras sí la volátil voluntad del hombre y
sus empeños transitorios, el fulgor de una rosa, el olor del jazmín, la
blancura primaveral de la cala y la delicadeza de la linterna china
—supervivientes del caos— nos asombran con su milagrosa floración mestiza.
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