Al fin aparece limpio el cielo. Los últimos
días el aire estaba turbio, oscurecido por un velo de bruma: nubes de polvo en
suspensión, arena venida de muy lejos, contaminación humana. Era fácil imaginarse dentro de una
tormenta en el desierto, sentir casi la lija de la arena en la saliva.
Calima. Hay que pronunciar esta palabra despacio, saboreándola, dejándose llevar por el suave balanceo (abierta/cerrada/abierta) de las vocales. (¡Ah esa querida y diáfana apoyatura vocálica castellana que tanto echamos de menos en otros idiomas!).
Calima, una
palabra muy bien construida, armónica. Sus consonantes nos invitan a un viaje
fónico que va desde el oscuro velo del paladar, pasando por el cielo de la boca para llegar a los labios. Una
palabra que va buscando la luz. Si
fuéramos conscientes de la complejísima habilidad muscular necesaria para pronunciar cada
uno de los sonidos que forman una simple frase, nos daríamos cuenta de hasta
qué punto somos virtuosos instrumentistas que, tras un sofisticado aprendizaje del que no somos conscientes, hemos llegado a dominar con maestría las cuerdas, el viento y la percusión.
Calima. Siempre me imagino esta palabra (tan próxima a la calma) escrita en alfabeto griego. Pero tiene un origen confuso, también ella contaminada por la bruma de la etimología, y es uno de esos vocablos en los que lo caliginoso del significado pugna con la belleza del significante. Como esos seres en que su hermosa apariencia esconden un desagradable mensaje.
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