Enojado con todo, se acostó temprano.
Ya que las cosas habían de ser diferentes por fuerza, que lo fueran de verdad. No se
esperó a las campanadas: ni uvas, ni champán, ni besos a desconocidos, ni matasuegras ni
amanecer entre la niebla del alcohol.
Se despertó pronto. Se despertó como
se había acostado: enojado y solo. Pero sin resaca. Lúcido. Y con una extraña
vitalidad de la que no se acordaba. Al
abrir la ventana la vio: la nieve.
Era el primero en pisar la calle. La
nieve había borrado las señales, vestido de gala a los árboles desnudos,
regalado silencio al barrio. Parecía haber borrado también su memoria, el recuerdo de unos días aciagos.
Mientras escuchaba el tierno crujido
de la nieve bajo sus botas, sintió que estrenaba la ciudad, el mundo, la vida.
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