domingo, 24 de enero de 2021

KAFKIANO

 


Lo tenía todo para ser un insigne escritor póstumo -o al menos eso creía él-. Era joven, enfermizo, hiperestésico, original, taciturno, atormentado, insobornable, genialoide. Moriría joven, sin duda, antes de que su obra -densa, oscura, precursora- pudiera ser comprendida. 

Cada vez que las editoriales al uso rechazaban sus manuscritos , tras una primera decepción que engañaba con sarcasmos, se afirmaba orgulloso en su destino de autor maldito, postergado: un hijo del futuro. No es de extrañar que admirara a Kafka. Como a este, la enfermedad lo fue minando con amorosa paciencia. Y como Kafka, tenía también un amigo a quien confiar su último deseo momentos antes  de morir: le entregó toda su obra en un pendrive, haciéndole prometer que la destruiría en cuanto él desapareciera para siempre. Secretamente confiaba en que, al igual que hizo Max Brod, tampoco cumpliera su promesa y eso contribuyera a agrandar su leyenda.

Pero su amigo, a diferencia de Max Brod, era un hombre de palabra.


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