Lo tenía todo para ser un insigne escritor póstumo -o al menos eso creía él-. Era joven, enfermizo, hiperestésico, original, taciturno, atormentado, insobornable, genialoide. Moriría joven, sin duda, antes de que su obra -densa, oscura, precursora- pudiera ser comprendida.
Cada vez que las editoriales al uso rechazaban sus manuscritos , tras una
primera decepción que engañaba con sarcasmos, se afirmaba orgulloso en su
destino de autor maldito, postergado: un hijo del futuro. No es de extrañar que
admirara a Kafka. Como a este, la enfermedad lo fue minando con amorosa paciencia.
Y como Kafka, tenía también un amigo a quien confiar su último deseo momentos
antes de morir: le entregó toda su obra
en un pendrive, haciéndole prometer
que la destruiría en cuanto él desapareciera para siempre. Secretamente
confiaba en que, al igual que hizo Max Brod, tampoco cumpliera su promesa y eso
contribuyera a agrandar su leyenda.
Pero su amigo, a diferencia de Max
Brod, era un hombre de palabra.
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