Después de unos días de vértigo, de rodar y rugir por montes, páramos y ciudades, de derramar sobre medio país su copiosa carga de nieve - una aleación de belleza, desolación y caos-, cuando cae la noche ha tomado forma humana y se ha sentado a descansar en un silla de plástico, como los viejos del lugar, en un rincón del humilde jardín donde los rosales -apenas retorcidos garabatos- no aciertan a soñarse primavera.
Espectral e inacabada, con rasgos difusos de embrión, la Tempestad quisiera quedarse ahí para siempre, como una turista boreal, y regalar lentamente su cuerpo al Sol.
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