Se había presentado voluntario. Era el
oficio ideal para un aficionado a la novela negra. Tirando del hilo, con
paciencia infinita, seguía la pista de los contagiados. Su prestigio aumentó
considerablemente cuando logró identificar a todos los participantes de un
botellón que había resultado ser un foco de transmisión masiva.
Pero su ambición secreta excede a la
rutina del día a día. Por la noche en casa trabaja sin descanso por su cuenta,
sin esperar ninguna remuneración que pueda traducirse en el mísero cálculo de
la mediocridad o del dinero. La pared blanca de su dormitorio se ha convertido
en un mural lleno de nombres, de fechas, de países. El mapa de guerra en un
Estado Mayor. Un intrincado árbol genealógico. Si alguien estuviera al tanto de
su empeño, alguien que lo quisiera de verdad, le haría ver que su propósito es
enfermizo, delirante. Pero los solitarios gozan de libertad para alimentar sus
locuras.
Quiere remontarse hasta el origen,
saber quién empezó todo. Descubrir al paciente cero de la pandemia. Se lo
imagina fumando tranquilamente en su pipa de ébano, a la sombra del árbol
plantado en el patio del mercado de animales, inmune, felizmente ajeno al
desastre provocado, espantando a las ocas con el pie derecho. Satisfecho de que
el cielo esté más limpio y silencioso sin aviones.
Sabe a quién busca pero no para qué. Y
todas las noches, antes de que el sueño lo venza casi de madrugada, el rastreador
le da vueltas a la misma pregunta: "¿Qué le diré cuando lo encuentre?"
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