lunes, 3 de agosto de 2020

CORONACUENTOS (18): EL RASTREADOR



Se había presentado voluntario. Era el oficio ideal para un aficionado a la novela negra. Tirando del hilo, con paciencia infinita, seguía la pista de los contagiados. Su prestigio aumentó considerablemente cuando logró identificar a todos los participantes de un botellón que había resultado ser un foco de transmisión masiva.

Pero su ambición secreta excede a la rutina del día a día. Por la noche en casa trabaja sin descanso por su cuenta, sin esperar ninguna remuneración que pueda traducirse en el mísero cálculo de la mediocridad o del dinero. La pared blanca de su dormitorio se ha convertido en un mural lleno de nombres, de fechas, de países. El mapa de guerra en un Estado Mayor. Un intrincado árbol genealógico. Si alguien estuviera al tanto de su empeño, alguien que lo quisiera de verdad, le haría ver que su propósito es enfermizo, delirante. Pero los solitarios gozan de libertad para alimentar sus locuras.

Quiere remontarse hasta el origen, saber quién empezó todo. Descubrir al paciente cero de la pandemia. Se lo imagina fumando tranquilamente en su pipa de ébano, a la sombra del árbol plantado en el patio del mercado de animales, inmune, felizmente ajeno al desastre provocado, espantando a las ocas con el pie derecho. Satisfecho de que el cielo esté más limpio y silencioso sin aviones.

Sabe a quién busca pero no para qué. Y todas las noches, antes de que el sueño lo venza casi de madrugada, el rastreador le da vueltas a la misma pregunta: "¿Qué le diré cuando lo encuentre?"


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