Se estaban registrando varios rebrotes
en la provincia, pero la Feria de la Poesía iba por su decimotercera edición y
cancelarla hubiera sido tanto como darle la razón a la más grosera de las
supersticiones. Se tomaron las medidas reglamentarias: gel para las manos,
sillas separadas, mascarillas obligatorias, desinfección de micrófonos cada vez
que se cambiaba de orador. Bien es verdad que la estirpe de los poetas es algo
dada a la anarquía: las mascarillas se caían de la boca al segundo poema, la
distancia desaparecía al calor de algunos versos tórridos, compartir el
micrófono era un sucedáneo del beso y, para los partidarios de la poesía
social, las manos sucias certifican la dignidad del oficio. A medida que
pasaban los días, la relajación y el entusiasmo acabaron con la reserva inicial
y, quien más quien menos, todos se entregaron a un frenesí veraniego de libros y abrazos y se olvidaron del peligro.
Se estaba creando el caldo de cultivo
idóneo para una trasmisión comunitaria, pero afortunadamente no se registraron
nuevos casos de infectados y ello provocó entre virólogos y epidemiólogos
primero la estupefacción y luego la búsqueda de explicaciones. Se llegó a la
conclusión de que, o bien el virus de la poesía no es tan contagioso como a
muchos les gustaría creer o bien la inmunidad frente a la palabra poética está
más extendida de lo que parece dentro del rebaño.
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