El tren se vio obligado a detenerse
una horas, bajo un sol candente, mientras reparaban los desperfectos de la vía,
atacada durante un bombardeo. En el vagón de madera era fácil creerse en alguno
de los círculos del infierno, aprisionado entre una masa sudorosa de condenados
tan andrajosos, malolientes y exhaustos como él. Un gesto de compasión, tan
irreal que nunca llegó a estar seguro de que no fuera un espejismo producido
por la debilidad, alivió un poco la atroz espera. Un guardián, en quien el
hastío de su infame trabajo había derivado hacia la piedad, permitió que la
hija del jefe de estación les fuera llevando desde la cantina agua en una
garrafa de cristal. Además del agua, a él le regaló la flor tímida de una
sonrisa leve.
Recuerda todo esto mientras le tatúan el
número en el brazo. Algunos se empeñan en pensar que son las cifras de una
sentencia a muerte, la identificación para una contabilidad del exterminio.
Pero él está seguro de que es un número de teléfono, el de esa hermosa muchacha
de la estación. Así, escrito en la piel, no se le va a olvidar y en cuanto
salga del campo lo primero que hará será llamarla.
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