Cuando abandonó la UCI entre inesperados aplausos comprobó que se le habían
olvidado muchas cosas. Se vio a sí mismo como un recién nacido, pero con la desventaja de ser consciente
de todo lo que debería volver a aprender. Le costaba andar, tragar le resultaba
dificultoso, tenía muchas lagunas en la memoria, la espalda en carne viva y la
penosa sensación de que lo habían metido en un saco y durante dos meses, medio
asfixiado, medio a oscuras, había tenido que soportar una inacabable tunda de
golpes propinada por una pandilla de sádicos.
A cambio, había descubierto algunas
cosas. Ahora sabía cómo hablarle a la muerte en su propio idioma, de tú a tú. Y, cada vez que respiraba, el aire le sabía a pura vida y gozaba con la certeza de estar asistiendo a un milagro repetido.
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