-¿Bailas? -quiso que la pregunta
llevara dentro una respuesta afirmativa, pero le salió un hilo de voz tan
quebradizo que su timidez quedó dolorosamente al descubierto.
La orquesta, aclimatada a los gustos
del público de una verbena de pueblo, había pasado a tocar una pieza lenta. Era
el momento de acercarse a aquella chica que parecía haberse escapado de alguno
de sus sueños.
-Depende
-le respondió con una media sonrisa enigmática bajándose la mascarilla hasta el
cuello.
Acababan de pasar a la fase 10 y, por
fin, estaban permitidos el roce y la caricia entre desconocidos. La distancia
social obligatoria había ido decreciendo muy poco a poco, fase a fase, centímetro
a centímetro, a partir de los dos metros. Era su oportunidad.
La interrogó con la mirada.
-¿Tienes
tu PCR? -inquirió ella como si le estuviera pidiendo fuego.
Se sacó del bolsillo trasero del
vaquero el móvil y le mostró el certificado que acreditaba que estaba limpio. Casi sin
leerlo ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra su cuerpo. Bailaron
enredados hasta que la orquesta se desvió hacia los ritmos latinos. Tumbados en
las eras, el cielo infinito del verano se les quedó pequeño.
Fue una noche de agosto de 2020, el primer año de la era de la Pandemia, en un
pueblo en fiestas. Una noche que nunca olvidará. Sus besos le regalaron una
húmeda dulzura infinita y tres semanas de fiebre, dolor de cabeza y una
debilidad parecida al amor.
Los besos inolvidables de una asintomática.
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