Al anochecer, tras una jornada en la
que los caminos se enmarañaban como raíces de árbol viejo, llegó a una ciudad
amurallada. Sin abandonar su garita, el aduanero del puente lo dejó pasar con un
gesto cansado de la mano, en todo
semejante a un ambiguo signo ceremonial.
La poca gente con la que se tropezó se velaba la parte inferior del rostro con
una máscara blanca que fosforecía en la penumbra. Tuvo la sensación de que
pertenecían a una raza ignota, quizá la endogamia los había ido empujando hacia
alguna sutil metamorfosis. En cualquier
caso, extraños habitantes que caminaban presurosos y se evitaban y lo rehuían
escurriéndose hacia las sombras.
Desistió pronto de encontrar albergue. Golpeó
con las aldabas en viejas puertas de madera, pulsó los timbres de portales
acristalados, voceó en vano desde el centro de la calle. Era poco lo que pedía.
Solo quería saber cómo se llamaba aquella ciudad para consignar su nombre en su
cuaderno y proseguir el viaje.
Al fin una niña se asomó al balcón. Sus ojillos negros, de
pájaro sin trino, parecían sufrir con la escasa luz amarilla de las farolas. No tuvo que repetirle la pregunta: la niña se
anticipó con la respuesta.
-Pandemia,
señor -le susurró con voz de ocarina como quien revela un peligroso secreto.
Antes de que desapareciera, el viajero
tuvo tiempo de comprobar que la niña llevaba el rostro descubierto pero -apenas pudo sorprenderse por ello- advirtió un
rectángulo de piel blanquecina como la marca que deja en la pared un cuadro al
descolgarlo. Juraría que alguien le había borrado los labios y que su boca era solo una pálida ranura, una cicatriz rebelde.
Se dirigió a la salida de la ciudad.
Todas las puertas estaban cerradas. Habían bajado la barrera del puente.
-Nadie que conozca su nombre puede salir de Pandemia, señor -le aclaró el aduanero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario