domingo, 7 de junio de 2020

CORONACUENTOS (14): LA ÚLTIMA CIUDAD




Al anochecer, tras una jornada en la que los caminos se enmarañaban como raíces de árbol viejo, llegó a una ciudad amurallada. Sin abandonar su garita, el aduanero del puente lo dejó pasar con un gesto cansado de la mano,  en todo semejante a un  ambiguo signo ceremonial.  

La poca gente con la que se tropezó  se velaba la parte inferior del rostro con una máscara blanca que fosforecía en la penumbra. Tuvo la sensación de que pertenecían a una raza ignota, quizá la endogamia los había ido empujando hacia alguna sutil metamorfosis.  En cualquier caso, extraños habitantes que caminaban presurosos y se evitaban y lo rehuían escurriéndose hacia las sombras.

Desistió pronto de encontrar albergue. Golpeó con las aldabas en viejas puertas de madera, pulsó los timbres de portales acristalados, voceó en vano desde el centro de la calle. Era poco lo que pedía. Solo quería saber cómo se llamaba aquella ciudad para consignar su nombre en su cuaderno y proseguir el viaje. 

Al fin una niña se asomó al balcón. Sus ojillos negros, de pájaro sin trino, parecían sufrir con la escasa luz amarilla de las farolas. No tuvo que repetirle la pregunta: la niña se anticipó con la respuesta.

                -Pandemia, señor -le susurró con voz de ocarina como quien revela un peligroso secreto.

Antes de que desapareciera, el viajero tuvo tiempo de comprobar que la niña llevaba el rostro descubierto pero -apenas pudo sorprenderse por ello- advirtió un rectángulo de piel blanquecina como la marca que deja en la pared un cuadro al descolgarlo. Juraría que alguien le había borrado los labios y que su boca era solo una pálida ranura, una cicatriz rebelde.

Se dirigió a la salida de la ciudad. Todas las puertas estaban cerradas. Habían bajado la barrera del puente.

                -Nadie que conozca su nombre puede salir de Pandemia, señor -le aclaró el aduanero.

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