A
cada paso, esta primavera suntuosa exhibe a los ojos asombrados del caminante
un jardín agreste de flores de todos los colores. Las lluvias y el abandono le
han sentado muy bien al campo y las plantas rústicas, las inútiles -inútiles para
quienes ignoramos su valor y sus propiedades-, medran a sus anchas allá donde
no llega el lametazo del herbicida: en las cunetas, en los ribazos incultos, en
las lindes, en los barbechos, en la mediana del sendero donde no las aplastan
las ruedas del tractor.
Siempre
lamentará el caminante desconocer el nombre de muchas de estas plantas, algunas
de una hermosura tan modesta como definitiva. Sabe por experiencia cuánto
encanto suele esconder la taxonomía popular. Su mirada se fija hoy en una
inflorescencia azul, morada a veces, distribuida a lo largo de tallos que pujan
con brío y forman bosquecillos fortuitos en las orillas. Este esplendor tiene
los días contados y, antes de que se marchiten, se agosten y terminen en el
infierno lingüístico de las malas hierbas, urge ponerles nombre.
La
inteligencia artificial de su móvil con
su programa de reconocimiento -¿facial?, ¿tienen rostro las flores?- viene en
su ayuda. Así se entera -o quizá vuelve a enterarse- de que a esa planta se la
llama viborera (y también chupamieles, lengua de vaca, hierba azul y ¿¡paquetequieromañosa!?)
y no puede sentirse defraudado con tan abundante, sugestiva, jugosa y
metafórica ralea de onomástica botánica. Tras cada una de estas denominaciones
hay una intención, una mirada, una manera de acercarse al mundo. Y para
completar la curiosidad de los hallazgos, mientras fotografía una de esas matas
de viboreras se topa con un extraño ejemplar, deforme, mutante, una copia errónea
del código, una anomalía teratológica, que le provoca un escalofrío.
Los
sueños -febriles, primaverales- de Natura también engendran monstruos.
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