jueves, 4 de junio de 2020

FLOR DEL CAMINO

                                             





                                         





A cada paso, esta primavera suntuosa exhibe a los ojos asombrados del caminante un jardín agreste de flores de todos los colores. Las lluvias y el abandono le han sentado muy bien al campo y las plantas rústicas, las inútiles -inútiles para quienes ignoramos su valor y sus propiedades-, medran a sus anchas allá donde no llega el lametazo del herbicida: en las cunetas, en los ribazos incultos, en las lindes, en los barbechos, en la mediana del sendero donde no las aplastan las ruedas del tractor.

Siempre lamentará el caminante desconocer el nombre de muchas de estas plantas, algunas de una hermosura tan modesta como definitiva. Sabe por experiencia cuánto encanto suele esconder la taxonomía popular. Su mirada se fija hoy en una inflorescencia azul, morada a veces, distribuida a lo largo de tallos que pujan con brío y forman bosquecillos fortuitos en las orillas. Este esplendor tiene los días contados y, antes de que se marchiten, se agosten y terminen en el infierno lingüístico de las malas hierbas, urge ponerles nombre.

La inteligencia artificial de su móvil  con su programa de reconocimiento -¿facial?, ¿tienen rostro las flores?- viene en su ayuda. Así se entera -o quizá vuelve a enterarse- de que a esa planta se la llama viborera (y también chupamieles, lengua de vaca, hierba azul y ¿¡paquetequieromañosa!?) y no puede sentirse defraudado con tan abundante, sugestiva, jugosa y metafórica ralea de onomástica botánica. Tras cada una de estas denominaciones hay una intención, una mirada, una manera de acercarse al mundo. Y para completar la curiosidad de los hallazgos, mientras fotografía una de esas matas de viboreras se topa con un extraño ejemplar, deforme, mutante, una copia errónea del código, una anomalía teratológica, que le provoca un escalofrío.

Los sueños -febriles, primaverales- de Natura también engendran monstruos.





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