Había disfrutado como nunca en aquel trabajo. Y cuando vio el resultado final dio por buenas tantas horas de estudio, primero, y de minucioso y extenuante cuidado en cada primoroso detalle, después. Una vez retirada la pátina de incuria y suciedad, las alas del ángel habían recuperado sus escamas de oro; el cielo, la túnica de la Virgen y la bóveda de la estancia mostraban ahora en toda su pureza el azul lapislázuli que el fraile pintor les había conferido. La golondrina parecía haber retornado de un largo y oscuro viaje invernal. Y la luz, la maravillosa luz de la revelación, atravesaba la escena como un rayo capaz de engendrar vida en el vientre de la mujer.
Acabada la obra, la restauradora se quitó las gafas y descansó. La acometió entonces un reflujo de melancolía y de íntimo fracaso. Sintió que otra tarea más ardua y para la que apenas le quedaban fuerzas la estaba aguardando. Devolver brillo y color, retirar la fina lámina opaca que el tiempo había ido depositando sobre el cuadro de su propia vida.
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