lunes, 10 de febrero de 2020

OMBLIGO DE VENUS











Muchos son los nombres con que se designa esta humilde planta rupestre, que parece empeñada en crecer donde no debiera: en los muros, las rocas, las cortezas, las grietas de los materiales más duros. Siempre en territorios hostiles, huyendo del humus, de la facilidad. Pertenece a esa estirpe vegetal de frontera, colonizadora y pionera, empeñada en convertir lo estéril en fértil, en trasmutar lo inerte en orgánico: hermosa y sacrificada tarea que nadie agradecerá. Y luego está la forma de sus hojas carnosas, suculentas, que nunca se le olvida al niño que ha frecuentado las ruinas, las grutas, los tejados, los peñascos, las umbrías: un atlas de lugares abruptos, despreciables, olvidados.

¿Y el nombre, los nombres? Esta planta invita a la analogía, a la metáfora. La imaginación popular ha visto en ella embudo, cazuela, caracol, sombrero de tejado, vaso, montera, chuleta, sartén, campana..., casi siempre en cariñoso diminutivo: sombrerete, vasico, campanilla... Y le ha atribuido poderes sanadores universales: tolocura, sanalotó, curalotodo...

Pero ninguna de estas denominaciones convoca el encanto del nombre más utilizado: Ombligo de Venus. ¿Qué le pasaría por la cabeza al curioso botánico que la bautizó? ¿Qué sutil carga de sensualidad quiso inocular en esta planta marginada? Los caminos por los que el mito encarna en la realidad más modesta son inescrutables.

Yo la recuerdo, de antes de saber su nombre -que siempre asociaré a nuestra añorada hermana- brotando impávida en el murete del brocal del pozo o entre las hendiduras del acantilado rocoso de la Cuesta Utrera. Ombligo de Venus, ombligo de la infancia, ombligo del recuerdo.






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