SABOR A SAL
Salió
de casa a esa hora incierta en que la luz del día está tomando el relevo a las
farolas. Un viento racheado y agorero hacía oscilar el alumbrado navideño
suspendido sobre la calle. Quería llegar pronto para que nadie le quitara el
puesto, ese lugar que su abuelo le había legado como el mejor de los regalos y
el más inviolable de los secretos.
Necesitaba que el día se diera bien. Hasta ahora la temporada había sido floja
pero cuatro o cinco días buenos antes
del 24 podrían compensar.
Tomó
precauciones de escalador: anclaje en las rocas, cuerda, arnés, mosquetones.
Estaba muy reciente el zarpazo que se llevó a Xano y lo devolvió a la semana
hinchado y azul. Con cara de no haber entendido nada. Cuando el miedo quería
abrirse paso, azuzado por el azote violento de las olas, la imagen de Lúa, su mirada implorante de niña
apaleada por la mala suerte, le daba fuerzas. Cómo olvidar ese regusto salado que la piel de sus mejillas le dejaba en los labios al besarla en el momento
de cada despedida. Sabor a mar, el raro sabor de su rara enfermedad. Sus
esperanzas locas y el milagro de la curación se traducían al lenguaje del
dinero. Y el dinero estaba allí, pegado a las rocas con un cemento casi
indestructible.
Recordó
las palabras de su abuelo: "Las criaturas más sabrosas son las más
expuestas, las que viven junto a la mar más brava, justo donde bate el oleaje."
Se puso el traje de neopreno, se ajustó
la cesta a la cintura.
"Y
luego dirán que los percebes son muy caros", murmuró al tiempo que con la
palanca en la mano derecha se descolgaba
hasta el tajo del farallón, donde las olas eran tan afiladas como la
piedra pero mucho más listas.
A
lo lejos las primeras turbulencias de Elisa, la borrasca asesina que anunciaban
los pronósticos -se llamaba como su primera novia, quién se dedicaría a
ponerles nombre-, pintaban el horizonte con hermosos brochazos de ceniza.
EL ÚLTIMO DE LA FILA
Quien
colocó allí el cartel sabía lo que hacía. Justo enfrente de las cajas, de
manera que era difícil no verlo. Mientras llenabas bolsas y bolsas con la copiosa
compra navideña, podías leer el mensaje solicitando voluntarios para atender la
cena de Nochebuena en el comedor de los pobres. A fuer de sincero no puedo
decir que fuera un impulso estrictamente generoso. La Navidad me resulta cada
vez más tumultuosa y estéril. Todos en la familia se iban a llevar una buena
sorpresa.
Cuando
me aproximaba a la dirección indicada, una larga hilera, como el astil torcido
de una flecha, apuntaba al lugar exacto. Antes de llegar a la puerta, un rumor
creciente de voces se iba alzando a mi paso.
-¡Eh,
listillo! ¡Haz cola como los demás!
-¡Todos
tenemos hambre!
Dudé,
por un momento. Y retrocedí hasta el último puesto. Algo dentro de mí me
susurraba que aquel era mi verdadero lugar: sentado a la mesa de los pobres,
probando el triste alimento de la caridad.