Alguien le
había dicho que en la sierra, en el ejido de un pueblo abandonado, pastaba un
extraño rebaño de ovejas negras. Quería fotografiarlas. No le habían mentido:
dio con él desperdigado en una ladera pedregosa, de hierba híspida y rala. El
pastor no se movió: había adquirido la impasibilidad de los que nada esperan ni
temen. Los perros de careo lo despreciaron por inofensivo. El mastín dormitaba
soñando con lobas de pelaje azul. Cuando iba a disparar la cámara, la única oveja
blanca del rebaño le lanzó una mirada especialmente ovina, que aún hoy -muchos
días después- sigue tratando de descifrar.
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