sábado, 31 de agosto de 2019

MIRASOLES








Antes de que se convirtiera en un cultivo industrial destinado a la producción de aceite, en los años de mi infancia, era una planta que sembrábamos en la huerta a mano, de una en una, maravillados por el futuro y rápido crecimiento de su áspero tallo y, sobre todo, por el milagro de esa gran flor -capítulo o inflorescencia, creo que la denominan los botánicos- compuesta a su vez de miles de diminutas florecillas. De cada una de ellas salía una pipa, que, una vez secas, comíamos con deleite. Había en su geométrica disposición, como de colmena, una invitación a abismarse y en la evolución de su color -del amarillo solar al negro nocturno del fruto- un simbolismo temporal que nos conducía del esplendor del verano a la melancolía otoñal. Ya preocupado entonces por la pertinencia de las palabras, traté de advertir  el movimiento, el tropismo que -supuestamente- la inducía a dirigirse al sol. Pero nunca logré sorprender ese gesto, como de persona ansiosa de luz, que, a medida que el cuello se iba endureciendo, volviéndose rígido, resultaba cada vez  más improbable.

Entonces, durante mi infancia, las llamábamos mirasoles, una suave y dulce palabra que hoy recupero.  



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