Debe
de resultar muy duro para una palabra resignarse a dejar de vivir en el centro y ser desterrada a la periferia, perder esa aureola invencible de lo casi prohibido y convertirse en
un término inane, en desuso y con cierto aire -como se dice ahora-
viejuno.
El franquismo quiso abolir esta palabra de aroma revolucionario y
sustituirla por 'productor', pero, como
era de esperar, semejante disparate tecnocrático no cuajó. En aquellos años,
utilizar 'obrero' en cualquiera de sus flexiones era significarse. Leer Mundo Obrero, interesarse por el
movimiento obrero, ser un cura obrero, estar afiliado clandestinamente a Comisiones Obreras...
Cincuenta años después, la palabra ha pasado
de moda, muy poca gente joven la emplea hoy. Sobrevive vergonzante en algunas siglas, pero preferimos trabajador, empleado, asalariado, operario... Da la impresión de que también algunos
vocablos contra Franco vivían mejor. Ha dejado de ser peligrosa sin que nadie
la haya perseguido.
La pintada que reproducimos de una pared actual nos resulta anacrónica, encantadoramente vintage o naif, una nieta nostálgica de aquellas de los años de la dictadura que podían salirte muy caras. Entonces no hubiera durado en el muro más de un día; hoy nadie le hace caso ni se molesta en
borrarla, convertida en grito mudo, en símbolo inofensivo, igual que esas camisetas adornadas con los símbolos revolucionarios soviéticos ofrecidas como souvenir para turistas.
El final de la revolución comienza con el desgaste de sus palabras.
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