Derroche de luz, ayer, en el parque, en la calle y en las casas, a las 20.40, a la hora del planeta.
Quizá es que tememos a la noche antigua, a esa obscuridad total donde podríamos reconocernos.
Quizá es que no sabemos vivir sesenta minutos desconectados, con los ojos apagados, en nuestro propio silencio o en conversación tranquila.
Quizá somos tan necios que no hemos aprendido a leer los avisos del futuro en el vuelo triste de los pájaros, que no entendemos el valor de los pequeños gestos, esos que nos rescatan de nuestra rutina suicida.
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