domingo, 18 de marzo de 2018

NADA QUE DECLARAR



                Últimamente se cansaba mucho, sobre todo a última hora. Se notaba muy pesada por el embarazo y estaba deseando dos cosas: que se acabara la jornada  y poder acogerse a la baja cuanto antes. No podía decirse que el trabajo hubiera sido hoy especialmente duro: todos los días era muy duro. El flujo de pasajeros delante de su puesto de control era incesante, lloviera o nevara, fuera día de fiesta, época de vacaciones o martes y trece. A la gente le había dado por coger aviones y las medidas de seguridad eran cada vez más exhaustivas. Por su escáner pasaban cientos de maletas, paquetes, bultos, bolsos, carteras. Cajas de plástico con objetos metálicos, cientos, miles: llaves, monedas, cinturones, móviles, diademas, alguna navaja. En cualquier sitio podría esconderse la amenaza. No podía relajarse ni un minuto. Sus ojos se cansaban de escudriñar en la pantalla. A veces se producían momentos divertidos, como el que le acababa de suceder. Una señora llevaba la maleta llena de formas alargadas. Al abrirla rodaron fuera chorizos, lomos, salchichones.

                -Son para mi hijo que está de Erasmus –imploraba la buena mujer, temerosa de que le requisaran su alijo, suficiente para montar un negocio de exportación.

                -Come mucho su hijo, señora.

                Hasta aquí todo normal. De pronto, sus ojos entrenados para lo anómalo encienden todas las alarmas. En la pantalla una silueta inconfundible. Pestañea. Estoy obsesionada, se confiesa. Vuelve a pestañear. La imagen no se ha desvanecido. Se parece tanto a la última ecografía que le hicieron. La nariz chata, los ojos hinchados, la boca ansiosa, las manitas agarrotadas. La misma mancha desvaída de un cuerpecillo casi terminado. Se queda unos segundos petrificada. La dueña de la maleta aparenta unos cuarenta años mal llevados. El pelo con mechas canosas, revuelto, descuidado. Los ojos encendidos, de persona constantemente agitada. Las manos nerviosas. La risa nerviosa.

                ¿Qué hacer? La cadena está detenida. La compañera del puesto a su izquierda la interroga con la mirada. ¿Estás bien? Siempre tan amable, tan pendiente de ella desde que está encinta. Le hace un gesto con la cabeza: mira lo que hay ahí. También se sorprende, así que no son imaginaciones suyas, ni flojedad de cabeza, ni estrés. La compañera le confirma: hay  que abrir la maleta. Le susurra: tranquila, seguro que no es lo que parece.

                Lo que parece es el feto malogrado en mis pesadillas, se dice, al borde del llanto, temblorosa, antes de indicarle a la mujer que debe abrir la maleta. La mujer obedece de muy mala gana, enfadada, ofendida, casi histérica. Ni que fuera una terrorista. Primorosamente envuelto entre pañales con puntillas de encaje, el bebe asoma su cara inmadura.

                -Ya lo ve. Es un muñeco. ¿Cuál es el problema?

              -¿No llevará escondido nada dentro de él?

             Lo ha cogido con aprensión, anticipando la torpeza con que dentro de muy poco tomará en sus brazos de recién parida a su hijo. Asombrada por la exactitud de la copia. Lo inspecciona, lo palpa, lo sacude. Solo el tacto de la piel, a través de los fines guantes, la desengaña. Siente la tentación de poner el oído en el pecho para escuchar su corazón, ese corazón acelerado de los bebés, tan frágil, tan vigoroso. El galopar invencible del corazón de su hijo amplificado en la consulta.

                -Está bien, puede pasar. Pero le recomiendo que no viaje con él. Si da con otro compañero igual le obliga a dejarlo o lo destripa.

                Se asusta con su propia crueldad, con la última palabra que acaba de pronunciar. La compañera sabe de qué va la cosa. Ha visto un programa en televisión sobre esos muñecos que imitan a un niño pequeño con extraordinaria perfección. Reborn, los llaman. Madres frustradas, mujeres heridas por la pérdida más dolorosa, abuelas sin nietos los usan para consolarse, los cuidan como hijos de verdad, los visten, los sacan de paseo.

                La mujer de la maleta está recogiendo sus pertenencias, colocando otra vez al muñeco en su cuna de ropa. Amorosamente.

                -No vayas a llorar ahora, cielito -le musita, llenándole de besos el hueco de la orejita carnosa-. Todo ha ido bien. Te has portado genial. Los hemos vuelto a engañar. Y esta vez eran mujeres. En cuanto lleguemos a casa, mamá te dará tu ración de tetita.
                

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