Últimamente
se cansaba mucho, sobre todo a última hora. Se notaba muy pesada por el
embarazo y estaba deseando dos cosas: que se acabara la jornada y poder acogerse a la baja cuanto antes. No
podía decirse que el trabajo hubiera sido hoy especialmente duro: todos los
días era muy duro. El flujo de pasajeros delante de su puesto de control era
incesante, lloviera o nevara, fuera día de fiesta, época de vacaciones o martes
y trece. A la gente le había dado por coger aviones y las medidas de seguridad
eran cada vez más exhaustivas. Por su escáner pasaban cientos de maletas, paquetes, bultos, bolsos,
carteras. Cajas de plástico con objetos metálicos, cientos, miles: llaves,
monedas, cinturones, móviles, diademas, alguna navaja. En cualquier sitio
podría esconderse la amenaza. No podía relajarse ni un minuto. Sus ojos se
cansaban de escudriñar en la pantalla. A veces se producían momentos
divertidos, como el que le acababa de suceder. Una señora llevaba la maleta
llena de formas alargadas. Al abrirla rodaron fuera chorizos, lomos,
salchichones.
-Son
para mi hijo que está de Erasmus –imploraba la buena mujer, temerosa de que le
requisaran su alijo, suficiente para montar un negocio de exportación.
-Come
mucho su hijo, señora.
Hasta
aquí todo normal. De pronto, sus ojos entrenados para lo anómalo encienden
todas las alarmas. En la pantalla una silueta inconfundible. Pestañea. Estoy
obsesionada, se confiesa. Vuelve a pestañear. La imagen no se ha desvanecido.
Se parece tanto a la última ecografía que le hicieron. La nariz chata, los ojos
hinchados, la boca ansiosa, las manitas agarrotadas. La misma mancha desvaída de
un cuerpecillo casi terminado. Se queda unos segundos petrificada. La dueña de
la maleta aparenta unos cuarenta años mal llevados. El pelo con mechas canosas,
revuelto, descuidado. Los ojos encendidos, de persona constantemente agitada.
Las manos nerviosas. La risa nerviosa.
¿Qué
hacer? La cadena está detenida. La compañera del puesto a su izquierda la
interroga con la mirada. ¿Estás bien? Siempre tan amable, tan pendiente de ella
desde que está encinta. Le hace un gesto con la cabeza: mira lo que hay ahí. También
se sorprende, así que no son imaginaciones suyas, ni flojedad de cabeza, ni
estrés. La compañera le confirma: hay que abrir la maleta. Le susurra: tranquila,
seguro que no es lo que parece.
Lo
que parece es el feto malogrado en mis pesadillas, se dice, al borde del
llanto, temblorosa, antes de indicarle a la mujer que debe abrir la maleta. La
mujer obedece de muy mala gana, enfadada, ofendida, casi histérica. Ni que
fuera una terrorista. Primorosamente envuelto entre pañales con puntillas de encaje,
el bebe asoma su cara inmadura.
-Ya
lo ve. Es un muñeco. ¿Cuál es el problema?
-¿No
llevará escondido nada dentro de él?
Lo
ha cogido con aprensión, anticipando la torpeza con que dentro de muy poco
tomará en sus brazos de recién parida a su hijo. Asombrada por la exactitud de
la copia. Lo inspecciona, lo palpa, lo sacude. Solo el tacto de la piel, a
través de los fines guantes, la desengaña. Siente la tentación de poner el oído
en el pecho para escuchar su corazón, ese corazón acelerado de los bebés, tan
frágil, tan vigoroso. El galopar invencible del corazón de su hijo amplificado
en la consulta.
-Está
bien, puede pasar. Pero le recomiendo que no viaje con él. Si da con otro
compañero igual le obliga a dejarlo o lo destripa.
Se
asusta con su propia crueldad, con la última palabra que acaba de pronunciar.
La compañera sabe de qué va la cosa. Ha visto un programa en televisión sobre
esos muñecos que imitan a un niño pequeño con extraordinaria perfección.
Reborn, los llaman. Madres frustradas, mujeres heridas por la pérdida más
dolorosa, abuelas sin nietos los usan para consolarse, los cuidan como hijos de
verdad, los visten, los sacan de paseo.
La
mujer de la maleta está recogiendo sus pertenencias, colocando otra vez al
muñeco en su cuna de ropa. Amorosamente.
-No
vayas a llorar ahora, cielito -le musita, llenándole de besos el hueco de la
orejita carnosa-. Todo ha ido bien. Te has portado genial. Los hemos vuelto a
engañar. Y esta vez eran mujeres. En cuanto lleguemos a casa, mamá te dará tu
ración de tetita.
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