En nuestra infancia, la quitameriendas (nosotros lo decíamos en masculino), esa flor morada de los campos amarillos a finales de agosto, era señal de mal agüero porque anunciaba la vuelta a la rutina escolar. Su ingenua y delicada apariencia de poco le servía. En cuanto descubríamos la primera de ellas, el peso de los futuros días de encierro y horarios estrictos nos abrumaba de golpe. Más que la merienda, nos quitaba la alegría, nos arrebataba la luz portentosa del verano. Años más tarde, en nuestros paseos adultos, siguió siendo un indicio infalible del retorno a las aulas.
Ahora, ya libre de esas ataduras, los lazos morados de las quitameriendas son el modesto emblema de una nostalgia retrospectiva, la primera palabra del otoño.
Comenzaba septiembre y el campo adolecía
de una plácida abulia
de amarillos, de nubes de polvo alborotado.
Los pájaros dudaban en el vuelo,
se posaban en ramas decaídas,
llenaban sus maletas
con la luz declinante del verano.
En las navas más húmedas
el ricio se afirmaba
tenaz contra el rastrojo.
Y las quitameriendas
con sus lazos morados nos traían aviso
de otro otoño internados.
De lo agraz, de lo borde,
lo silvestre o bravío: la dulzura difícil.
(De El largo día del niño)
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