sábado, 16 de septiembre de 2017

HURACÁN



                 Tenía lo que él consideraba el oficio más hermoso del mundo: nombrador. Trabajaba en una agencia de publicidad especializada en imagen corporativa y su cometido concreto era el de inventar y proponer a los clientes nombres para una nueva firma, para un nuevo producto, para una nueva idea. De esta forma había bautizado modelos de coches, empresas que comenzaban o que querían renovarse, campos de fútbol, helados, tiendas de ropa, perfumes, restaurantes, relojes, barcos y un largo etcétera. Cada encargo tenía su encanto y su clave, historias íntimas que solo a él concernían quedaban para siempre cifradas en una marca que se haría famosa. Solo dudó al ponerle el nombre a su hijo; de hecho fue Irma quien lo eligió.

                Con el tiempo se hizo ambicioso. Las fuerzas de seguridad lo consultaban para ponerle nombre a alguna operación policial: era delicioso el contraste entre el lirismo o la ironía de la denominación y la sordidez o el peligro de lo que la investigación revelaría. Si hubiera sido época de guerras se habría esmerado en encontrar expresiones grandiosas, wagnerianas, para las grandes batallas. El mayor logro de su carrera se materializó cuando el Servicio Meteorológico lo requirió para  ponerle nombre a los huracanes. Solo le pusieron dos condiciones: las iniciales de cada nombre debían seguir el orden alfabético y debían alternarse los nombres de mujer y los de hombre.

                Coincidió aquel encargo con la ruptura de su pareja. Irma, Irma la dulce como él la llamaba con reminiscencias cinematográficas, se volvió cada vez más amarga y una tarde de verano, justo cuando iban a irse de vacaciones, los dejó plantados.


                El huracán de septiembre se llamaría Irma, así lo había decidido. Y resultó ser el más destructor de los últimos años. Los idílicos paisajes del Caribe quedaron convertidos en escombreras. Justo como su corazón después del abandono. Fue su venganza.

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