Tenía lo que él consideraba el oficio más
hermoso del mundo: nombrador. Trabajaba en una agencia de publicidad
especializada en imagen corporativa y su cometido concreto era el de inventar y
proponer a los clientes nombres para una nueva firma, para un nuevo producto,
para una nueva idea. De esta forma había bautizado modelos de coches, empresas
que comenzaban o que querían renovarse, campos de fútbol, helados, tiendas de
ropa, perfumes, restaurantes, relojes, barcos y un largo etcétera. Cada encargo
tenía su encanto y su clave, historias íntimas que solo a él concernían
quedaban para siempre cifradas en una marca que se haría famosa. Solo dudó al
ponerle el nombre a su hijo; de hecho fue Irma quien lo eligió.
Con
el tiempo se hizo ambicioso. Las fuerzas de seguridad lo consultaban para
ponerle nombre a alguna operación policial: era delicioso el contraste entre el
lirismo o la ironía de la denominación y la sordidez o el peligro de lo que la
investigación revelaría. Si hubiera sido época de guerras se habría esmerado en
encontrar expresiones grandiosas, wagnerianas, para las grandes batallas. El
mayor logro de su carrera se materializó cuando el Servicio Meteorológico lo
requirió para ponerle nombre a los
huracanes. Solo le pusieron dos condiciones: las iniciales de cada nombre
debían seguir el orden alfabético y debían alternarse los nombres de mujer y
los de hombre.
Coincidió
aquel encargo con la ruptura de su pareja. Irma, Irma la dulce como él la
llamaba con reminiscencias cinematográficas, se volvió cada vez más amarga y
una tarde de verano, justo cuando iban a irse de vacaciones, los dejó plantados.
El
huracán de septiembre se llamaría Irma, así lo había decidido. Y resultó ser el
más destructor de los últimos años. Los idílicos paisajes del Caribe quedaron
convertidos en escombreras. Justo como su corazón después del abandono. Fue su
venganza.
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