jueves, 7 de septiembre de 2017

CATALUÑA



          El fotógrafo salió de casa con la intención de despejarse después de soportar un bombardeo de saturación informativa sobre la triste historia de un desencuentro, que se juzga definitivo, entre España y Cataluña. Quería evadirse, dejarse llevar por lo que le saliera al paso. Pero, como en el soneto de Quevedo, no halló cosa en qué poner los ojos que no le recordara la penosa situación.

           Esto fue lo primero que fotografió. Le pareció un aviso que debería estar escrito sobre el cielo de Sefarad, usando el bello nombre que tanto le gustaba a Salvador Espriu:








          Más tarde se cruzó en su camino esta imagen. Un banco destrozado del que habían arrancado los travesaños de madera, quién sabe si para liarse a garrotazos con ellos. Un sitio pensado para la charla, para el encuentro, para el descanso, para la meditación en el que ya nadie puede sentarse. Otra metáfora de un país que ahora se le antojaba imposible:









          El fotógrafo guardó su cámara, maldiciendo para sus adentros esa propensión tan suya de buscar analogías, de ligarlo todo. Pero hubo de sacarla de nuevo de la funda. Una planta de gordolobo milagrosamente crecida, milagrosamente florecida en una grieta del asfalto le convenció de que hasta en las circunstancias más desfavorables es posible que algo hermoso se revele:










             Volvió a casa con el corazón jugando al sí y al no.

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