domingo, 10 de septiembre de 2017

BOLARDO

             







           Las palabras viven en el mundo, viven de él. Lo nombran, lo delimitan. Pero, simultáneamente, se dejan impregnar por el entorno. Hay palabras vagas, tímidas, estruendosas, rancias, cantarinas, remilgadas. Palabras que hibernan, que mueren, que resucitan, que se apagan. A veces duermen el sueño de los justos durante siglos y luego, de pronto, despiertan con una identidad insospechada, dispuestas a ser distintas, felices con la nueva oportunidad que se les brinda. A otras se les acaba el combustible, como a las estrellas, y se extinguen para siempre pero aún pueden brillar un instante en la memoria cuando leemos alguno de los viejos libros. Cada palabra tiene su propia biografía, tan llena como cualquier otra de sobresaltos, de tiempos muertos, de penumbras y fulgores.

         'Bolardo' no parece ser palabra muy antigua y su origen inglés queda disimulado por una adaptación fonética que nos resulta familiar. No le había llegado hasta ahora su día y su ámbito de significado era más bien anodino, con cierto regusto a ordenanza municipal, a página de  sucesos o de información local, a término de jerga náutica. Todo ha cambiado en las últimas semanas. Un trágico atentado la ha situado de pronto en el centro de la polémica, todos los reflectores de la opinión pública se concentran sobre ella.

         Lo cierto es que este obstáculo en forma de postecillo cuya finalidad es impedir el paso de vehículos por las calzadas y proteger de atropellos a los peatones, desde su humildad denotativa ha adquirido el valor de un emblema de nuestro tiempo, es el síntoma de una enfermedad social: el miedo. Ya no debe limitarse a impedir el paso, a defender al débil -el viandante o el ciclista- del fuerte -el vehículo-. Ahora le hemos encargado una tarea mucho más gravosa, a todas luces excesiva: salvaguardar nuestra civilización, nuestros valores, de los ataques de la irracionalidad. Un cometido titánico para tan simple adminículo. 

        Para mantener nuestras calles, nuestras avenidas, bulevares y ramblas libres del fanatismo, del odio y de la absurda crueldad de los iluminados por una fe desalmada necesitaremos algo más que bolardos.


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