miércoles, 23 de agosto de 2017

OBSOLESCENCIA





            La Unión Europea quiere obligar por ley a las empresas de electrodomésticos y de material informático a que fabriquen productos duraderos que no estén concebidos bajo el principio de la obsolescencia programada, esa fecha de caducidad inducida por un diseño y unos materiales que se desgastan  y averían fácilmente con el uso al cabo de no demasiado tiempo. En España siempre hemos conocido una variante más castiza y menos sofisticada de esta chapuza sistemática, la que se condensaba en la frase: Tente mientras cobro. 

         El circuito cerrado  producción-consumo es diabólico: necesita convertir urgentemente en desecho, en chatarra, en residuo, lo que apenas ha perdido el brillo de su estreno. La gigantesca maquinaria no puede detenerse. Y lo peor de todo este tinglado insostenible es que los consumidores parecemos encantados con un sistema que ofrece una coartada a nuestra voracidad insaciable de compra y de novedades. La industria y su brazo publicitario se encargan de hacernos sentir la urgente necesidad de cambiar enseguida de modelo de ordenador, de coche o de móvil si no queremos estar desfasados.

            Exige un gran esfuerzo acompasarse a la velocidad frenética con la que la técnica innova. Las generaciones más recientes suben sin aparente dificultad a este tren desbocado. Pero, a cierta edad, la tentación de apearse y apartarse de la vorágine es cada vez mayor. De esta forma los obsoletos empezamos a ser nosotros.

            No tendríamos de qué extrañarnos. Todo lo que existe está ensartado en el tiempo y sometido a su ley inexorable. Y esto vale para la materia y también para lo intangible: las ideas, las emociones, las construcciones culturales. Nosotros somos víctimas por partida doble porque no solo sufrimos sus estragos sino que somos conscientes de ellos. Nuestras células mueren y se renuevan, pero las nuevas hornadas empiezan a acumular errores. En la longitud de los telómeros parece estar escrita la fecha de consumo preferente de nuestros cuerpos.


            Puestos a legislar, ahora que tanto se especula con una longevidad rayana en la inmortalidad, ahora que empieza a concebirse el envejecimiento como una enfermedad evitable, los parlamentarios europeos harían bien en exigir a quien corresponda (aquí cada uno despeje la incógnita según sus creencias) que elimine también de sus procedimientos de fabricación de seres humanos la obsolescencia programada. Aunque, quién sabe, sin ella la vida quizá perdería intensidad y se convertiría en un horizonte plano como un cardiograma sin pulso.

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