La Unión Europea quiere obligar por
ley a las empresas de electrodomésticos y de material informático a que
fabriquen productos duraderos que no estén concebidos bajo el principio de la
obsolescencia programada, esa fecha de caducidad inducida por un diseño y unos
materiales que se desgastan y averían
fácilmente con el uso al cabo de no demasiado tiempo. En España siempre hemos
conocido una variante más castiza y menos sofisticada de esta chapuza
sistemática, la que se condensaba en la frase: Tente mientras cobro.
El
circuito cerrado producción-consumo es
diabólico: necesita convertir urgentemente en desecho, en chatarra, en residuo,
lo que apenas ha perdido el brillo de su estreno. La gigantesca maquinaria no
puede detenerse. Y lo peor de todo este tinglado insostenible es que los
consumidores parecemos encantados con un sistema que ofrece una coartada a
nuestra voracidad insaciable de compra y de novedades. La industria y su brazo
publicitario se encargan de hacernos sentir la urgente necesidad de cambiar
enseguida de modelo de ordenador, de coche o de móvil si no queremos estar
desfasados.
Exige un gran esfuerzo acompasarse a
la velocidad frenética con la que la técnica innova. Las generaciones más
recientes suben sin aparente dificultad a este tren desbocado. Pero, a cierta
edad, la tentación de apearse y apartarse de la vorágine es cada vez mayor. De
esta forma los obsoletos empezamos a ser nosotros.
No tendríamos de qué extrañarnos.
Todo lo que existe está ensartado en el tiempo y sometido a su ley inexorable.
Y esto vale para la materia y también para lo intangible: las ideas, las
emociones, las construcciones culturales. Nosotros somos víctimas por partida doble porque no solo sufrimos sus
estragos sino que somos conscientes de ellos. Nuestras células mueren y se
renuevan, pero las nuevas hornadas empiezan a acumular errores. En la longitud
de los telómeros parece estar escrita la fecha de consumo preferente de
nuestros cuerpos.
Puestos a legislar, ahora que tanto se especula con una
longevidad rayana en la inmortalidad, ahora que empieza a concebirse el
envejecimiento como una enfermedad evitable, los parlamentarios europeos harían
bien en exigir a quien corresponda (aquí cada uno despeje la incógnita según sus creencias) que elimine también de sus procedimientos
de fabricación de seres humanos la obsolescencia programada. Aunque, quién
sabe, sin ella la vida quizá perdería intensidad y se convertiría en un
horizonte plano como un cardiograma sin pulso.
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