Situada en las estribaciones de la sierra, era del común, pertenecía al pueblo.
En épocas no tan lejanas, antes de que muriera el último pastor, distribuidas
en sus laderas, la piedras del salegar ofrecían a las ovejas la sal que
necesitaban. Yo subí allí muchas veces, en las tardes de agosto, a la puesta
del sol, a oler el aire puro y el aroma del tomillo y del cantueso, a gozar de
la sombra de pinos que habían nacido
solos. En septiembre, la flor nazarena del biércol la convertía en una fábrica
rumorosa de abejas. Cuando caía sobre ella la nieve, era imposible no pensar en
el blanco pecho de una mujer de antes, cuando al sol le estaba prohibido
visitar muchas regiones de la piel.
Todos sabemos que nuestra tierra es
ligera, que si escarbamos un poco, como hacía el arado, como hace el agua de
los aluviones, bajo la delgada capa de mantillo, la arena aguarda. Una arena
fina de playa virgen. Parece increíble, porque estamos a más de mil metros de
altura, pero nos gusta creer que el mar llegó hasta aquí. y que esta duna
inmóvil fue su regalo y un aviso de que puede regresar.
El pueblo está casi vacío y a los
viejos nos cuesta protestar por lo de fuera, bastante tenemos con nuestros
achaques. De eso se valieron. Un día llegaron las máquinas y empezaron a arañar,
a excavar, a despedazar. Las garras de metal se cebaron con ella, arrancaron la
capa superficial, las flores, la hierba, las raíces de los pinos, y apareció la
entraña blanca de la colina. Los camiones se llevaban la arena para lavarla.
Hacían falta áridos para construir casas en la ciudad, nos explicaban. Muchas casas. Áridos,
qué terrible palabra. El ayuntamiento
sacaba provecho de todo aquello, dinero para pavimentar las calles, para
arreglar el edificio de la escuela en desuso y convertirlo en un bar. Para
pagar la orquesta de las verbenas de agosto, cuando llegan los veraneantes.
Para construir un frontón, también para los veraneantes. Cosas así. A veces
pienso que el hormigón de nuestras aceras está hecho con la arena de la colina.
Prefiero pisar los caminos de tierra. Habían vendido la colina a peso, a toneladas métricas, a metros cúbicos. Yo qué sé...
En esas estamos. La colina ya no
existe. Sus formas redondeadas solo están en mi maltrecha memoria. En su lugar,
una herida blanca, montículos de desierto, la ablación de un pecho. En las
noches de luna llena me llego hasta allí, miro al cielo, miro al suelo y me
parece que una misma palidez de desolación e infertilidad se va extendiendo.
Una pequeña luna en la tierra. El contagio de una enfermedad.
(En la próxima entrega publicaré las fotos de esta ficción real)
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