Tomé
estas fotos -casi diría que las robé- en la estación abandonada de Abejar -una
más del rosario de misterios dolorosos
de un camino de hierro erradicado-, a través de una ventana cegada por un
tabique que fue posteriormente trepanado para acceder a esta estancia que quizá fue sala de espera y
donde ahora penetran raíces de plantas subrepticias, esas que apenas necesitan
nada para subsistir, vegetación impensable del escombro y el derribo.
Todo en estas imágenes es pregunta,
curiosidad insatisfecha que el espectador puede colmar con un relato a su
medida. Todo en estas sombrías estampas remite a la amarga disolución de una
época derrotada. Si una sala de espera es por naturaleza lugar melancólico, sentimos
la melancolía elevada a superior potencia de esta sala de espera en la que ya
nadie nunca esperará ningún tren.
Pero vayamos sin rodeos a la
presencia que podría llenar este espacio vacío. ¿Qué hace aquí este sillón? ¿Quién
se ha sentado en él? ¿Estaba ya ahí antes de que la ruina diera con todo al
traste o alguien lo ha colocado después? Es posible que haya sido introducido por el boquete
practicado en la ventana tapiada. Si fue
así, ¿con qué fin? No es difícil imaginar por qué y para qué los furtivos
ocupantes de las ruinas tienden enseguida colchones. Pero este butacón parece
responder a otro designio. Sentarse en él, rodeado de tanto estrago, de tan
espesa tristeza, de tantos viajes abortados, ha de ser una experiencia más
próxima a lo penitencial que a lo recreativo. Podría ser el mueble favorito de un fantasma de nocturnales
costumbres marchitas que espera un tren también fantasmal, o el asiento de un jubilado contemplativo próximo a la sabiduría
agridulce del desánimo más que diván de amores apresurados. ¿Y ese abismo que
se abre justo donde reposan los pies, esa boca hambrienta que deja ver unas
fauces de engranajes trituradores? ¿Ha
devorado ya el monstruo a algún ingenuo fisgón sin dejar ni sus huesos?
Con esa suspicacia ante el azar que
han desarrollado en nosotros los artistas de la modernidad podríamos pensar que
todo es un montaje, una "instalación". Pero yo prefiero creer que la
desolación tiene su propio lenguaje, su gramática y su retórica. Que este beato
sillón es un signo involuntario sobre el que descansa la fatigada espalda del
tiempo.
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