¿Qué pensaríamos de una enfermedad que nos estuviera
acechando desde niños, que esperara a que nos hiciéramos jóvenes, a esa edad de
plenitud orgánica y que entonces, justo entonces, en el momento en que la vida
es más promesa, con inteligente maldad, se ensañara con nosotros y nos exterminara sin piedad?
Eso es
lo que les ocurre a los olmos de la foto. Primavera tras primavera, como si no
hubieran aprendido la amarga lección, como si no tuvieran memoria, lanzan al
mundo sus vástagos, sus renuevos, de un verde lustroso, y siguen creciendo,
ajenos a la maldición que los persigue, hasta que, llegados a determinada
altura, una orden se cumple, los hongos obstruyen sus conductos y mueren. Algunos sobrellevan como pueden, un par de años, la carga de una juventud malograda. Pero ninguno llega a viejo.
En un pequeño cerrado conviven la vida y la muerte, los
nuevos retoños y el negro esquema de lo que fue un árbol -triste alcándara
ahora de pájaros melancólicos-; guardería y cementerio compartiendo el mismo
espacio.
No
cesarán en su empeño. Los sostiene la vaga esperanza de que el destino se canse de su absurda crueldad.
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