martes, 25 de abril de 2017

LA MALDICIÓN DE LOS OLMOS

          ¿Qué pensaríamos de una enfermedad que nos estuviera acechando desde niños, que esperara a que nos hiciéramos jóvenes, a esa edad de plenitud orgánica y que entonces, justo entonces, en el momento en que la vida es más promesa, con  inteligente maldad, se ensañara con nosotros y nos exterminara sin piedad? 

            Eso es lo que les ocurre a los olmos de la foto. Primavera tras primavera, como si no hubieran aprendido la amarga lección, como si no tuvieran memoria, lanzan al mundo sus vástagos, sus renuevos, de un verde lustroso, y siguen creciendo, ajenos a la maldición que los persigue, hasta que, llegados a determinada altura, una orden se cumple, los hongos obstruyen sus conductos y mueren. Algunos sobrellevan como pueden, un par de años, la carga de una juventud malograda. Pero ninguno llega a viejo. 

          En un pequeño cerrado conviven la vida y la muerte, los nuevos retoños y el negro esquema de lo que fue un árbol -triste alcándara ahora de pájaros melancólicos-; guardería y cementerio compartiendo el mismo espacio.


                No cesarán en su empeño. Los sostiene la vaga esperanza de que el destino se canse de su absurda crueldad.


















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