sábado, 8 de abril de 2017

BUENOS DÍAS



                Se gana la vida con un oficio sencillo que algunos dicen envidiar.  Sentado a la puerta del supermercado saluda a cada uno de los que entran o salen. Buenos días, buenos días, buenos días: así, por triplicado, formando una cadencia que  a los clientes habituales les suena a música ambiental. Después, si es el caso, completa el saludo: grasias, grasias, grasias.

                Repetirá esto ¿cuántas veces al día?. Trescientas, quinientas, mil... Difícil calcularlo. Podría ser más explícito, añadir un poco de fantasía compasiva a su discurso, como hacen otros colegas, pero no le va mal, al menos no peor que a otros. Es menos trabajoso, más elegante, y no ofende con la exhibición de calamidades muchas veces falsas. Cada hora recoge las ganancias -siempre procurando dejar en la cajita de cartón unas pocas monedas, las de cobre, que sirvan de reclamo- y, si tiene hambre, entra y compra algo: un yogur, un zumo, unas galletas, pan, un poco de fiambre. Erguido y orgulloso, con su cayado y su mochila, es un cliente más. Que a nadie se le ocurra mirarlo diferente, ni siquiera cuando paga con toda esa calderilla manoseada. Después va al parquecillo y, a la sombra de un pino, despacha ceremoniosamente su almuerzo.

                Cuando llega a casa está agotado. Le duelen las articulaciones, pero se siente bien: en pie es otro hombre. Ya no está obligado a saludar.  A la mujer con la que convive no le da nunca las buenas noches cuando llega. Sería como exigirle a un pintor de brocha gorda que, al volver a casa tras un día de agotadora faena, se pusiera a pintar el salón. Cena y se acuesta, hasta el día siguiente en que, de rodillas sobre un cartón, sentado sobre los talones, con el cayado al lado y la mochila tendida junto a él como un perrillo dormido, a la puerta del supermercado, retome la cantilena:

                -Buenos días, buenos días, buenos días.

                Y si hay suerte y buena voluntad:

                -Grasias, grasias, grasias.


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