Se
gana la vida con un oficio sencillo que algunos dicen envidiar. Sentado a la puerta del supermercado saluda a
cada uno de los que entran o salen. Buenos días, buenos días, buenos días: así,
por triplicado, formando una cadencia que a los clientes habituales les suena a música
ambiental. Después, si es el caso, completa el saludo: grasias, grasias,
grasias.
Repetirá
esto ¿cuántas veces al día?. Trescientas, quinientas, mil... Difícil
calcularlo. Podría ser más explícito, añadir un poco de fantasía compasiva a su
discurso, como hacen otros colegas, pero no le va mal, al menos no peor que a
otros. Es menos trabajoso, más elegante, y no ofende con la exhibición de calamidades muchas
veces falsas. Cada hora recoge las ganancias -siempre procurando dejar en la
cajita de cartón unas pocas monedas, las de cobre, que sirvan de reclamo- y, si
tiene hambre, entra y compra algo: un yogur, un zumo, unas galletas, pan, un
poco de fiambre. Erguido y orgulloso, con su cayado y su mochila, es un cliente
más. Que a nadie se le ocurra mirarlo diferente, ni siquiera cuando paga con
toda esa calderilla manoseada. Después
va al parquecillo y, a la sombra de un pino, despacha ceremoniosamente su
almuerzo.
Cuando
llega a casa está agotado. Le duelen las articulaciones, pero se siente bien:
en pie es otro hombre. Ya no está obligado a saludar. A la mujer con la que convive no le da nunca
las buenas noches cuando llega. Sería como exigirle a un pintor de brocha gorda
que, al volver a casa tras un día de agotadora faena, se pusiera a pintar el
salón. Cena y se acuesta, hasta el día siguiente en que, de rodillas sobre un
cartón, sentado sobre los talones, con el cayado al lado y la mochila tendida
junto a él como un perrillo dormido, a la puerta del supermercado, retome la
cantilena:
-Buenos
días, buenos días, buenos días.
Y
si hay suerte y buena voluntad:
-Grasias,
grasias, grasias.
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