Hay diez personas en la foto. Todos varones. Visten
formalmente, como debieron de vestir los hombres de clase media intelectual a
principios del XX, muy conscientes de que el atuendo era atributo esencial de
su rango y su respetabilidad. Sombreros de hongo, bastones que denuncian la
coquetería inversa de parecer más viejos, chalecos, solapas de terciopelo. Podrían ser
los miembros del claustro de profesores de un pequeño instituto de una pequeña capital de provincia. O amigos de casino, reclutados entre los profesionales liberales: el
médico, el farmacéutico, algún abogado, empleados de la administración pública
de nivel intermedio, un rentista ocioso, algún bromista sin oficio pero con algún
beneficio hereditario. Debemos de estar en invierno, o al menos en un día frío.
Quizá también podríamos intuir que en un lugar frío, lejos del calor limitado de una estufa, en una
ciudad fría, como parece indicar el hecho de que la mayoría de ellos conserven el
abrigo.
La
escena está a medio camino entre la improvisación y la pose. No todos los
protagonistas parecen mostrar la misma conformidad con el momento. Algunos
parecen plenamente inmersos en su papel y disfrutan de él. Otros contemplan el
cuadro con cierta prevención y lejanía o se muestran más interesados en la
cámara que en la vivencia. Tres de ellos miran hacia nosotros desde las honduras de un tiempo agotado aunque con sesgos diversos que dejan traslucir diferentes actitudes. El hilo de las miradas teje
una trama que se nos escapa. ¿No pudo o no quiso el fotógrafo hacer que todos
dirigieran sus ojos hacia el objetivo? ¿Se trata de una fotografía robada, de
la que algunos de los fotografiados no se percató? No parece, sin embargo, que estemos ante la obra de un minutero, sino de un fotógrafo de estudio ¿Formaban un grupo
ingobernable, a pesar de su atildamiento burgués, o alguna circunstancia
externa los había privado de sus modales y su comedimiento? Sería fácil
achacarlo a esa botella medio vacía que el barbudo de la derecha muestra en
ademán de ofrecimiento y que recibe la reprobatoria réplica de quien se cree el más digno de todos ellos,
el varón de pelo canoso, quizá imbuido de cierta autoridad sobre el grupo, el
único sentado de forma decorosa. Podría ser la última botella de
la farra, la que solo apuran los más entregados. Cinco de ellos llevan barba,
más o menos poblada, más o menos completa. Otros cuatro lucen bigote o
bigotillo. Solo uno muestra su rostro completamente rasurado o lampiño, si bien la
bufanda o chalina alrededor del cuello casi forma una sotabarba. Solo uno sigue tocado con su sombrero, un bombín calado a medias, como si no se hubiera percatado de que está a cubierto. Cuatro de
ellos sostienen un cigarrillo entre sus dedos en diferentes fases de
consunción. La forma de sujetarlo es diferente en cada uno de ellos, hasta
formar un mínimo pero expresivo catálogo gestual que alguno podría estar
tentado de interpretar. En un ejercicio de anticipación podríamos extrañarnos
de que quien tantas veces en un futuro próximo quedaría retratado fumando aquí
no lo haga. Pero eso es llevar la conjetura demasiado lejos y escarbar en el
futuro, algo feo y peligroso. Y ventajista.
La disposición de los personajes no parece casual, habida cuenta de que la composición es equilibrada,
los bultos corporales parecen balanceados y ninguno de los rostros,
emergiendo de la grisura de los ropajes, ha sido eclipsado por el de un compañero. Pero no cabe descartar que el azar, o la buena
fortuna del fotógrafo, hayan oficiado de maestro de ceremonias ordenando a los personajes como el pintor que
distribuye ciudadosamente a sus modelos en el lienzo.
¿Qué
están haciendo estos hombres aquí? Se admiten sugerencias. ¿Qué está pensando
cada uno de ellos? ¿Qué historia nos relatan? ¿Qué escena representan? ¿Viven o
impostan? Sobre todo en la primera fila, parece indiscutible la voluntad de
contar algo. Ahí tenemos esa gestualidad teatral de la mano izquierda del personaje sentado en el
suelo, en actitud oratoria o quizá solicitando la botella, mientras con la mano
derecha sostiene el sombrero como un pedigüeño. A su lado, sobre un taburete,
su compañero parece tomar nota de algo, como un reportero abstraído en su tarea.
¿Y ese folio en blanco que descansa sobre la oronda curva abdominal del señor
que mira con más determinación, casi con descaro, a cámara? ¿Guarda algún
mensaje que el resplandor de la luz de magnesio, el mismo que les lustra los
zapatos, ha cegado en su destello negándonos así la clave, quizá el título de
la viñeta, o algún comentario como de ninot de falla? ¿O realmente no había
nada escrito en él?
Si
tuviéramos que centrar nuestra interés en alguno de los integrantes del grupo
elegiríamos al situado de pie, al fondo, en el tercer lugar comenzando por la
izquierda. Llama nuestra atención su mirada perdida, mirada de tímido, mirada
introspectiva, mirada vergonzosa o avergonzada. Está pero no está. Estamos
tentados de aplicarle aquellos versos de Rubén: "Misterioso y silencioso/
iba una y otra vez./ Su mirada era tan profunda/ que apenas se podía ver."
El rostro de un poeta, podríamos aventurar. Observa y se observa. Lo de fuera
está teñido del color de sus ojos soñadores. ¿Está mirando al cisne? ¿Se horroriza por la profanación del zapato que lo pisotea?
Ah, sí, el cisne. Lo hemos dejado para el
final aunque pudiera ser el protagonista. O el antagonista de este retrato de
grupo en blanco y negro. Un ave blanca, poética, de femenina languidez en mitad
de todos estos varones oscuros, de maciza presencia, que nunca levantarán el
vuelo. Una criatura de fábula venida de no sabemos qué quimérico lugar. La singularidad. En todo caso, no ha de esforzarse en posar: su ademán tiene un rigor de artificio. Mucho
nos extrañaría -y nos dolería- que fuera obra de taxidermista; nos inclinamos a pensar que es
de escayola. Un ejemplar de utilería para una representación teatral ingenua y
provinciana o quizá un adminículo de adorno en el gabinete de un fotógrafo. ¿El
cisne de Leda? No lo creemos: esta casta
escena burguesa, como no sea para la retorcida interpretación de algún espectador,
parece muy alejada de la luminosa promiscuidad olímpica. ¿El cisne de Rubén,
que el poeta melancólico conocía tan bien? ¿O el de Lohengrin, cabalgadura de
la que sostiene las riendas, al tiempo que el pisa el lomo, nuestro rollizo prohombre del cartel ilegible? Trabajoso empeño para el cisne el de arrastrar por
un río sin agua una barca inexistente y un héroe metido en carnes.
El enigma que toda fotografía revela, esa puerta directa sobre el abismo del tiempo que toda instantánea nos abre, aún cuando fuera inventada para lo contrario, se vuelven aquí más opacos. Una suerte, porque conocer los pormenores de la anécdota iría sin duda en menoscabo de nuestra curiosidad maquinadora.
No obstante, paciente lector, si hasta aquí me has seguido, te invito a formular alguna conjetura sobre la identidad del joven de la mirada vencida, hipotético poeta, el único que no enseña el cuello blanco de su camisa, el que, a pesar de su episódica experiencia teatral, parece sentirse a disgusto sobre las tablas de este intrigante escenario, el único que, en medio de la farsa o francachela, pudo sentir fraternal compasión por un cisne de escayola.
(Continuará)