«¡Intelijencia,
dame
el
nombre esacto de las cosas!»
Así, en esa ortografía que sólo se le perdona a los grandes escritores, rogaba exaltadamente Juan Ramón Jiménez el don de la palabra exacta, la que conduce directamente a la realidad. De haber vivido hoy, nuestro añorado Virgilio Arancón, poeta menguante, no hubiera dudado, siguiendo su costumbre, en enmendarle la plana al maestro de Moguer:
«Inteligencia Artificial,
dame
el nombre
exacto
de las cosas.»
Hasta
ahora, salvada la excepción de Sócrates y su mayéutica con vocación de
comadrona, buscábamos en los sabios respuestas. Desde la irrupción desbocada de
la IA, según señalan los expertos, lo que vamos a necesitar es hacer las
preguntas oportunas para que la sapientísima tecnología nos dé las respuestas satisfactorias. Quien mejor
sepa pedir se llevará el gato al agua. Como niños preguntones inquiriremos a un
ente invisible hasta que atienda nuestras demandas. Como experimentados
policías tendremos que dominar el retorcido arte del interrogatorio.
«Pedid
(bien) y se os dará», rezan los nuevos evangelios.
«No
sé si me hace gracia el asunto.» concluía amoscado su reflexión Mateo Ortiz,
nuestro taciturno filósofo aficionado.
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