(Fotografía: Daniel Martín Herranz)
Su rostro pálido
inyectado de sangre
cuando se asoma
al balcón del horizonte:
luna de agosto.
Cuaderno de creación literaria donde encontrarás textos y fotografías originales del autor.
(Fotografía: Daniel Martín Herranz)
Su rostro pálido
inyectado de sangre
cuando se asoma
al balcón del horizonte:
luna de agosto.
El hombre empuja un cochecito de niño buscando
el lado en sombra de la calle, como aquel a quien le sobra el sol aunque esté
es un lugar de playas largas donde se broncean las pálidas pieles de la gente
del norte. Su rostro cetrino, curtido por la intemperie, trasluce la dignidad
estoica de quien ya nada ambiciona. En la placita fresca donde un ficus gigante
alardea de barbas, se cruza con el barrendero de verde uniforme que parece
surgido de la penumbra.
BARRENDERO.- ¿Qué tal va el bebé?
HOMBRE DEL COCHECITO.- De momento no se queja.
Y el hombre sonríe al desgaire, y continúa
empujando sin rumbo su cochecito. En un hombre caracol con su casa a cuestas,
con todas sus pertenencias en unas pocas bolsas. Para él el futuro no es un
bebé sonriente al que hay que alimentar sino un barullo de trastos desbaratados
que nada piden.
¿Quién inventaría esta palabra, inexistente
para el diccionario oficial? Alguien —un anónimo forjador de vocablos— tuvo que
decirla una primera vez, sacarla de la nada en un golpe de humorismo sureño. Al
oírla sin previo aviso es difícil evitar una sonrisa.
Este término testimonia la creatividad que
vive y resiste en las periferias del idioma, ese genio popular inventivo y
metafórico, amigo de la sonoridad (esa festiva repetición de la ch) y capaz de
crear una nueva voz, una alternativa más
expresiva y plástica a su equivalente académico (desatascador), fríamente
descriptivo y poco sugerente.
Ahora en que una mezcla de pereza, complejo de inferioridad, papanatismo e ignorancia nos hace adoptar barbarismos como coach, mainstream, pump track, random, brunch, fake, rider… necesitamos muchos anónimos creadores de palabras ahormadas en nuestro rico acervo lingüístico que vengan a remediar con su ingenio tanta tropelía lingüística y desatasquen los conductos atorados de nuestro idioma.
Y dejemos los términos ingleses para cuando
hablemos en la admirable lengua de Shakespeare.
«¡Intelijencia,
dame
el
nombre esacto de las cosas!»
Así, en esa ortografía que sólo se le perdona a los grandes escritores, rogaba exaltadamente Juan Ramón Jiménez el don de la palabra exacta, la que conduce directamente a la realidad. De haber vivido hoy, nuestro añorado Virgilio Arancón, poeta menguante, no hubiera dudado, siguiendo su costumbre, en enmendarle la plana al maestro de Moguer:
«Inteligencia Artificial,
dame
el nombre
exacto
de las cosas.»
Hasta
ahora, salvada la excepción de Sócrates y su mayéutica con vocación de
comadrona, buscábamos en los sabios respuestas. Desde la irrupción desbocada de
la IA, según señalan los expertos, lo que vamos a necesitar es hacer las
preguntas oportunas para que la sapientísima tecnología nos dé las respuestas satisfactorias. Quien mejor
sepa pedir se llevará el gato al agua. Como niños preguntones inquiriremos a un
ente invisible hasta que atienda nuestras demandas. Como experimentados
policías tendremos que dominar el retorcido arte del interrogatorio.
«Pedid
(bien) y se os dará», rezan los nuevos evangelios.
«No
sé si me hace gracia el asunto.» concluía amoscado su reflexión Mateo Ortiz,
nuestro taciturno filósofo aficionado.
Siempre que contemplaba este cuadro su sensibilidad sinestésica le provocaba irremediablemente el mismo efecto: oía el grito desgarrado de esa figura apenas esbozaba, con cuerpo de larva y cráneo de calavera. Creía compartir su dolor, su desesperación. Pero un día leyó que, en realidad, la imagen, según explicaba el pintor, refleja a alguien que se tapa los oídos para no oír un grito. Desde entonces miró el cuadro con ojos nuevos. Se fijó en las manos que enmarcan el rostro y tapan los oídos; reparó en el gesto de asombro horrorizado del óvalo de la boca. Tuvo que admitir que todo encajaba en aquella interpretación. Pero él seguía oyendo un grito cada vez que miraba el lienzo. Ya no se hacía ilusiones; era su propio grito interior, ese que no deja de escucharse aunque te tapes bien los oídos. Y el rostro de pánico del personaje de Munch acabaría siendo su propio rostro.
Cuenta Diógenes Laercio que Tales de
Mileto, por ir mirando al cielo hacia las Pléyades, cayó en un pozo. Una joven
esclava se rio de él.
Muchos siglos después, la carcajada de
la muchacha, multiplicada en muchas gargantas, sigue atronando. Sigue siendo difícil
resistirse a la hilaridad que provocan los banales tropiezos ajenos, sobre todo si son de
un sabio.