Se creía nacida para rama (crecer hacia la luz, respirar por las hojas, quién sabe si adornarse de flores y producir fruto: esas cosas…) pero algo se torció y acabó siendo raíz adventicia, aérea, sometida a la gravedad, condenada a hundirse en la tierra. Sumida en la negrura, con lo más joven de sí misma cada vez más enterrado, maldecía su destino.
Sólo cuando era vieja comprendió que ser columna
y cimiento es una tarea imprescindible, que lo oculto —por mucho que algunos se
empeñen en negarlo— también existe, que la Luz más difícil y más deseable
aguarda siempre al otro lado de las tinieblas —la desgracia es una esfera
limitada y tiene sus antípodas— y, que, aunque nunca se llega a alcanzar, soñar con ella ya es un
privilegio.
Parece
ser que el ficus macrophilla nace sobre otro árbol y desarrolla unas raíces
aéreas que estrangulan a ese árbol huésped que generosamente le ha prestado su
seno para crecer. Tragedia shakespeariana en el reino vegetal.
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