sábado, 27 de enero de 2024

CLÁSICOS

 

Al profesor de Literatura jubilado le corroe la pena de comprobar que ya nadie lee a los clásicos, que ya nadie los respeta, que se los considera aburridísimas antiguallas de las que hay que preservar a niños y adolescentes para que no lleguen a odiar la lectura. Por eso, la frase que ha cazado al vuelo al cruzarse en la calle con un padre y con su hija ha sido como una inyección en vena de una dosis de optimismo. La niña —trenzas largas, cara avispada, manita agarrada a la de su padre— ha proclamado:

              —Pues a mí me gusta mucho Quevedo.

Ya en casa, el profesor apenas podía ocultar su alborozo. Hasta su hijo, que le presta tan poca atención habitualmente, ha notado su cambio de humor y le ha preguntado los motivos de su exaltación.

              —Los clásicos, hijo, los clásicos. Se está volviendo a ellos. En realidad, nunca se han ido. No todo está perdido. Hoy creo en Dios. ¡Viva el canon!

              Su hijo lo ha mirado alarmado, como se mira a quien está sufriendo un episodio de demencia senil.

              —A ver, explícame eso —le dice, temiéndose lo peor.

              Cuando su padre le cuenta, el hijo lo contempla con una mezcla de lástima y de socarronería.

              —No estás al día, papá. Teclea Quevedo en Google, anda. No quiero ser yo quien te amargue la mañana.

              El profesor no sale de su asombro. La palabra Quevedo acumula más de 54 millones de resultados en el buscador de internet. Y él sin enterarse: ¡Quevedo es "trending topic"! Pero su entusiasmo dura muy poco. Todas las primeras páginas están copadas por una noticia sensacional: «Quevedo, el cantante de reguetón que alcanzó los primeros puestos en la lista de las canciones más escuchadas, ha anunciado su temprana e inesperada retirada: "No soy una máquina", ha escrito por toda explicación a sus seguidores en su cuenta de X.»

              El profesor, hundido en la miseria, se refugia en su biblioteca. Coge el tomito de Clásicos dedicado a don Francisco de Quevedo y Villegas y se enfrasca en la lectura de sus poemas metafísicos. Entre verso y verso, la cara compungida de la niña se le aparece como el oráculo siniestro de un futuro dominado por la ramplonería.


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