Dos palabras tan parecidas y tan diferentes: espirar y expirar.
Sólo una letra separa la vida de la muerte. Y si las pronunciamos descuidadamente llegan a confundirse.
Cuaderno de creación literaria donde encontrarás textos y fotografías originales del autor.
Dos palabras tan parecidas y tan diferentes: espirar y expirar.
Sólo una letra separa la vida de la muerte. Y si las pronunciamos descuidadamente llegan a confundirse.
Al
profesor de Literatura jubilado le corroe la pena de comprobar que ya nadie lee
a los clásicos, que ya nadie los respeta, que se los considera aburridísimas
antiguallas de las que hay que preservar a niños y adolescentes para que no
lleguen a odiar la lectura. Por eso, la frase que ha cazado al vuelo al
cruzarse en la calle con un padre y con su hija ha sido como una inyección en vena de una dosis de optimismo. La niña —trenzas largas, cara avispada, manita
agarrada a la de su padre— ha proclamado:
—Pues a mí me gusta mucho Quevedo.
Ya
en casa, el profesor apenas podía ocultar su alborozo. Hasta su hijo, que le
presta tan poca atención habitualmente, ha notado su cambio de humor y le ha
preguntado los motivos de su exaltación.
—Los clásicos, hijo, los clásicos.
Se está volviendo a ellos. En realidad, nunca se han ido. No todo está perdido.
Hoy creo en Dios. ¡Viva el canon!
Su hijo lo ha mirado alarmado, como se mira a quien está sufriendo un episodio de demencia senil.
—A ver, explícame eso —le dice,
temiéndose lo peor.
Cuando su padre le cuenta, el hijo
lo contempla con una mezcla de lástima y de socarronería.
—No estás al día, papá. Teclea Quevedo
en Google, anda. No quiero ser yo quien te amargue la mañana.
El profesor no sale de su asombro.
La palabra Quevedo acumula más de 54 millones de resultados en el
buscador de internet. Y él sin enterarse: ¡Quevedo es "trending topic"! Pero su entusiasmo dura muy poco. Todas las primeras
páginas están copadas por una noticia sensacional: «Quevedo, el cantante de
reguetón que alcanzó los primeros puestos en la lista de las canciones más
escuchadas, ha anunciado su temprana e inesperada retirada: "No soy una máquina",
ha escrito por toda explicación a sus seguidores en su cuenta de X.»
El profesor, hundido en la
miseria, se refugia en su biblioteca. Coge el tomito de Clásicos dedicado a don
Francisco de Quevedo y Villegas y se enfrasca en la lectura de sus poemas
metafísicos. Entre verso y verso, la cara compungida de la niña se le aparece como el oráculo siniestro de un futuro dominado por la ramplonería.
UN SOLDADO ISRAELÍ SE HACE INCÓMODAS PREGUNTAS
Si cegamos los ojos de los niños
con el blanco resplandor de las bombas,
¿cómo les pediremos, cuando crezcan,
que vean con ojos limpios
la radiante sonrisa de la paz?
Si infectamos el aire
con gases venenosos,
con gases que producen lágrimas,
¿qué van a respirar
las rosas, las higueras, los caballos?
Si cercamos su vida de alambradas,
¿a quién extrañará que la inocencia
se les convierta en ira?
Si en las camas solo yacen
las ruinas, los escombros,
¿dónde conciliarán los sueños
que los mantienen vivos?
Si aplastamos con nuestras botas de soldado,
con las orugas de los tanques,
el rostro de las muñecas,
¿cómo exigirle a la esperanza un arcoíris?
Si retorcemos las palabras
hasta hacerlas sangrar,
¿quién podrá escribir un poema que no duela?
Si espantamos el vuelo de los pájaros
con el trueno feroz de nuestros bombarderos,
¿cuándo volveremos a escuchar sus cantos por el cielo?
Y si sembramos con las semillas del odio
los campos del futuro,
¿cómo esperar que en ellos nazcan
las doradas espigas del amor?
¡Qué amargo aceite darán estos olivos,
qué pálida fruta los naranjos,
qué tristeza en las alas de la paloma,
qué escasa esta estrecha tierra
para tantos muertos!
Casi todo era
falso en aquella película. Un actor egipcio interpretaba el papel de un médico
moscovita y su amante estaba representada por una actriz inglesa. La estepa
rusa había sido rodada en los campos de Gómara y el Moncayo debía pasar por los
Urales. Ni siquiera la nieve era auténtica: aquel invierno no nevó en Soria y
tuvieron que simularla con sal y polvo de mármol. Un
enorme decorado de tramoya reproducía, en un barrio de Madrid, una calle de Moscú.
Pero sí hubo una cosa muy auténtica: la emoción con que algunos de los figurantes, simpatizantes comunistas clandestinos, entonaron a voz en grito La Internacional en plena dictadura franquista aprovechando el rodaje de una escena que recreaba una manifestación proletaria en la época de la Revolución Rusa.
La pequeña verdad que late siempre, clandestina, en el corazón de las grandiosas mentiras.
Todas las palabras están hechas de aire, pero
estas más.
Los vástagos de la familia léxica que hoy nos
ocupa, las ramas de este frondoso árbol, han emprendido en algunos casos
caminos muy diversos; en otros no se han apartado mucho de la tradición y han
conservado rasgos comunes de su origen. Los miembros de esta familia, salvo
error u omisión, son: Aspirar, Conspirar, Espirar, Expirar, Inspirar, Respirar,
Suspirar y Transpirar. Todos ellos proceden de una palabra latina Spirare (echar
aire, soplar) y en su ADN la idea de aire, soplo o respiración está más o menos
explícita. El más díscolo, el que más lejos ha llevado su rebeldía hasta
resultarnos difícil relacionarlo con los demás es Conspirar (literalmente, respirar
junto a otras personas) que, renegando de su significado etimológico y quedándose
solo con su interpretación metafórica ha pasado a referirse a “unirse o ponerse
de acuerdo para rebelarse o para hacer daño”; es como si los conspiradores
estuvieran tan cerca unos de otros que compartieran el mismo aire o que unos
inspiraran el aire que los otros espiran.
Si en lugar de aire ponemos mensajes, fotos, memes, textos y demás contenidos
de las redes sociales tendríamos una aproximación muy actual al origen y
propagación de las ideas conspiranoicas.
Necesitabas
subir hasta
la nieve,
hasta su
altura hospitalaria.
Necesitabas
calentarte
las manos
con su frío
encendido,
escuchar la
voz limpia
de los
arroyos nuevos,
volver a
descubrir
la extrema
sencillez.
Necesitabas
regresar al
enigma
El Acebal de Garagüeta es una reliquia vegetal valiosísima, un bosque relicto de acebos, un paraje único cuya espesura en algunos casos forma sestiles donde los rebaños se refugiaban del calor. Al final del otoño árboles y arbustos se llenan de los rojos frutos que sirven de sustento a los pájaros en una época en que les resulta difícil encontrar con qué alimentarse. Nuestra costumbre navideña de adornar las casas con ramas de acebo, embrujados por el contraste del verde lustroso de las hojas con el rojo de los frutos puede poner en peligro su conservación. Y aunque la sabia naturaleza los ha dotado de esas hojas punzantes que los protegen en sus partes más bajas para evitar que sean ramoneadas por los herbívoros, la codicia y el afán depredador de los humanos tienen los brazos muy largos y alcanzan lo más alto de su follaje, allá donde los acebos, confiados, dejan de defenderse y muestran unas hojas suaves e inermes.
¿Por qué no conformarnos con acebo de vivero o con una respetuosa visita a Garagüeta? ¿Necesitamos poseer la belleza destruyéndola?
(Sirva el poema -acróstico y con estrofa de lira- para celebrarla a lo clásico.)