Todas las mañanas, mientras
desayunaba, el pájaro se apresuraba a completar el mismo rito: se posaba un
momento en la rama del sauce, se revolvía inquieto, agitaba la cabeza como
calibrando la densidad de la nueva luz ─esa luz niña que juega a los trampantojos─,
revoloteaba en torno a la casa y finalmente se lanzaba furioso contra el
cristal repetidas veces, repiqueteando hasta que, dolorido o cansado, lograba
escapar a su obsesión.
Intrigado, se preguntaba qué
menoscabado instinto impulsaba a aquel pajarillo ─no era un gorrión, de eso
estaba seguro, era de las pocas especies que conocía─ a tratar de entrar en la
habitación infligiéndose obcecadamente semejante daño.
¿Quería compartir su desayuno?
Quizá llamaba su atención la apetitosa rebanada de hogaza.
¿Trataba de echarlo de la casa como si
fuera un intruso? Bueno, algo de intruso sí tenía, había alquilado la casa en
una plataforma de alquileres vacacionales. Pudiera ser que el pájaro
considerara que estaba invadiendo su territorio.
¿Querría decirle algo? Había oído o
leído que los muertos se reencarnan a veces y que un conocido político recibía
mensajes de su antecesor y mesías. ¿La transmigración descendente de algún alma
volandera en su anterior existencia humana? Era tan ridículo como
escalofriante: cada poro de su piel se estaba erizando.
¿Un pájaro narciso que se mira
constantemente en el cristal, siempre a esa misma hora en que la inclinación de la luz lo convierte en espejo?
Hizo como hacemos todos ahora cuando
tenemos una duda y queremos una respuesta tranquilizadora aunque sea poco fiable
porque nos angustia nadar en la incertidumbre. Buscó en la Red y encontró la
explicación de un ornitólogo a una historia similar a la suya. Allí estaba si
no la respuesta, al menos una respuesta, a la que él, en cierta forma, ya se había
acercado en la última de sus conjeturas.
El pájaro se veía reflejado en el
cristal y se figuraba que otro pájaro se acercaba a él con intención de
agredirlo. De ahí su ferocidad al lanzarse contra la ventana.
"¡Pequeño sísifo alado!",
filosofó. "Somos nuestro peor enemigo".
Al día siguiente abrió la ventana de
par en par. Desconcertado, el pájaro penetró en la habitación, hizo un rápido
giro y desapareció para siempre, quién sabe si aliviado o decepcionado.
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